El Festival de Sitges ha llegado su fin. Han sido once días de ensueño. Una experiencia inolvidable en que he podido ver cerca de cincuenta películas y disfrutar de un gran punto de encuentro para frikis —siempre en el buen sentido— de todo el mundo.
Esta última crónica de gran resaca final va a ser la más extensa, pues voy a comentar veinte títulos, entre los que están algunas de las películas más premiadas del festival, como por ejemplo El baño del diablo, ganadora del premio a la mejor película de la sección oficial.
Espero que disfrutéis de estas últimas reseñas tanto como yo lo he hecho viendo las películas. El año que viene, si todo va bien, nos volveremos a ver por Sitges.
DANIELA FOREVER (2024, Nacho Vigalondo)
Nicolas (Henry Golding) es incapaz de recuperarse tras perder a su novia Daniela (Beatrice Grannò), pero un día le invitan a formar parte de un ensayo clínico que le permite controlar sus sueños. Desde entonces, sueña con su amada cada noche para no dejar morir su relación, pero corre el riesgo de perderse para siempre.
En Daniela forever, Vigalondo lleva a cabo un ejercicio de ciencia ficción enfocado en deconstruir el depresivo proceso tras la ruptura amorosa, en base a unos códigos que mezclan elementos de Black Mirror, el universo de Charlie Kaufman y un toque de humor ligero para aliviar el drama. Pese a perderse un poco en su locura final, le sale bien la jugada al director de Los cronocrímenes.
Es interesante el cambio de formato para diferenciar ambas realidades en la película: la real y la idealizada, la tristeza y la alegría; aunque terminen por solaparse de forma irrefrenable. Un planteamiento de abstracción de la realidad como solución a sus sinsabores, que reflexiona sobre la deriva tecnológica de nuestro mundo y defiende su valor material, al tiempo que funciona como exquisita fábula sobre el egoísmo inherente al amor y su enorme fuerza para condicionar la vida. No es perfecta, ni especialmente memorable, pero consigue atrapar con su propuesta durante casi todo su metraje.
SANATORIUM UNDER THE SIGN OF THE HOURGLASS (2024, Stephen Quay y Timothy Quay)
Jozef viaja en un oscuro tren para visitar a su padre moribundo en un remoto sanatorio gallego. El extraño Doctor Gotard dirige el centro y le comunica que la muerte que le ha ocurrido a su padre en su país, allí aún no se ha producido, y llegará tarde por un indefinido intervalo de tiempo.
Una de las películas que más ha dividido en Sitges es esta virguería de los gemelos Quay: hay quien la considera una obra maestra y quien la tacha de insoportable. Os adelanto que mi opinión se acerca más a la segunda opción.
Sanatorim under the sign of the hourglass es una cinta de animación experimental cuyo mérito técnico es indudable, es maravillosa en lo visual y remite a la oscura imaginería gótica de Poe. No obstante, su reiterativa y críptica narración me impide apreciar algo más aparte de su estética. La película se divide en una serie capítulos que construyen una historia complicada de seguir e incluso tediosa en sus escasos 75 minutos de duración.
Comprendo el juego de confusión espaciotemporal que pretenden expresar los ingleses, pero sus herramientas, como la repetición en bucle de algunas acciones, no consiguen más que una desconexión entre el espectador y los acontecimientos; incrementando a cada minuto el desapego por la película.
ELSE (2024, Thibault Emin)
Anx (Matthieu Sampeur), un joven tímido, se enamora de la extrovertida Cass (Edith Proust), pero un extraño virus que fusiona a sus infectados con el entorno les encierra en casa aislándoles en una pesadilla sin salida.
El extravagante Thibault Emin nos dijo previo a la proyección que en Sitges había apreciado una exaltación generalizada del público con las muertes en pantalla, pero que, para él merecía el mismo aplauso una escena de sexo: al empezar Else entendimos por qué y cumplimos sus deseos con ímpetu.
Es impresionante la evolución de esta película a lo largo de su metraje. Comienza con cierto humor y una impronta visual muy colorida, así como una puesta en escena fluida y juguetona, para moverse alrededor de su sexual pareja protagonista, despreocupada en un principio por la situación que le toca vivir: el repentino confinamiento por culpa de un curioso virus que fusiona la materia viva y la inerte; y se vuelve cada vez más oscura, pierde ese cromatismo tan vívido y el estado anímico de sus personajes se trastoca, hasta la mitad de la película en que la imagen transmuta en un depresivo blanco y negro, y la escenificación es más sobria e inmóvil; como acompañando la deriva del mundo y sus protagonistas.
Esta fatal reclusión que sufre la pareja, de un visionado condicionado por la reciente situación del coronavirus, sirve para desarrollar la acción en la casa como único escenario y describir un progresivo descenso hasta los infiernos de la inhumanidad —de forma parecida a lo que ocurría en la desoladora Cuando el viento sopla (1986)—, algo así como nuestra pasada pandemia elevada a la quinta potencia.
Las formas se amilanan hasta culminar en una segunda parte prodigiosa, muy alejada de esa luz inicial: una descripción similar a lo acontecido en 2020, cuando en un principio la enfermedad no se tomaba en serio y el confinamiento era casi un juego, pero terminó en catástrofe mundial. Quizá su final es algo irregular, pero en líneas generales es una de las propuestas más solventes, además de tremendamente entretenida, de este Sitges 2024.
CUCKOO (2024, Tilman Singer)
En el pueblo remoto de los Alpes al que se muda con su familia, Gretchen (Hunter Schafer) comienza a tener terroríficas visiones sobre una mujer que la persigue, al mismo tiempo que algunas personas se comportan de forma extraña. Oscuros secretos se ocultan en su nuevo destino.
Tilman Singer propone con Cuckoo un thriller oscuro con aroma noventero, en que un mal desconocido aqueja a su inofensiva protagonista interpretada por Hunter Schafer. La perturbación surge de una serie de sucesos sin aparente explicación que tienen lugar continuamente alrededor de un entramado de personajes inquietantes cuyo misterio no se termina de resolver hasta el último acto.
El director y guionista alemán juega a ubicar la acción en un paraje natural aislado, un lugar bastante escabroso de por sí, para machacar a su protagonista sin explicar lo que ocurre realmente, hasta que al final, cuando se desvela el secreto, peca de no explicar todas las incógnitas, aunque las que resuelve resultan eficaces. La relación entre el pájaro cuco y su maternidad con el desarrollo narrativo es bastante interesante y da título a la película.
MR. K (2024, Tallulah Hazekamp Schwab)
Mr. K (Crispin Glover) es un mago que decide pasar la noche en un extraño hotel bastante remoto. A la mañana siguiente no da crédito cuando descubre que le resulta imposible salir del edificio.
Un Crispin Glover muy entregado encarna a un mago fracasado, un tipo sin aparente futuro, que se ve atrapado en una dinámica opresiva y no pone demasiado de su parte por liberarse. Existe cierta reflexión social en esta claustrofóbica paranoia, alrededor de la relación del individuo con la sociedad, pues la inquietud artística de Mr. K —la magia, algo no muy convencional—, se ve frustrada por la poca atención que suscita, y el personaje recibe un trabajo más tradicional de improviso, para caer en una mecánica laboral infrahumana, al estilo de Tiempos modernos (1936). El sistema ahogando el potencial creativo y los sueños personales para abducir a personas como este Mr. K, cuya inacción o falta de voluntad resulta molesta, pero ayuda a construir este subtexto.
Mr. K nos sumerge en un delirio kafkiano imponente, irregular quizá, pero tremendamente inmersivo por la problemática que plantea. La cinta de Schwab supone, ante todo, un disfrute mayúsculo, pero es necesario dejarse llevar sin caer en un constante juicio sobre su lógica y falta de respuestas, pues con su atmósfera y particulares personajes logra atrapar hasta unos últimos diez minutos que sería mejor omitir.
UNA BALLENA (2024, Pablo Hernando)
Ingrid (Ingrid García-Jonsson), una implacable asesina a sueldo tiene una conexión misteriosa con otro mundo habitado por monstruos. Esta particularidad le confiere habilidades especiales, pero al mismo tiempo arrebata lentamente su humanidad.
Pablo Hernando firma una película con una personalidad impactante. Un abordaje del género noir con trazos de fantástico que se sustenta en unas cuidadísimas formas: fotografía y sonido son fundamentales en Una ballena, elementos sin los que la película carecería de la fuerza que la caracteriza. En especial, el segundo, funciona a la perfección para configurar un tono de sobriedad y contención, en el que personajes y contenido participan. Forma y fondo congenian.
Una propuesta arriesgada y difícil de digerir para el público mayoritario, que, sin embargo, posee un aura de singularidad que encandilará, seguro, a muchos, pese a sus altibajos narrativos. El particular personaje al que da vida Ingrid García-Jonsson — un ser de otro mundo que cumple encargos en el nuestro— y esa atmósfera oscura, inmersiva y premeditadamente pausada, recuerdan a la obra maestra de Jonathan Glazer Under the skin (2013).
CALL OF WATER (2024, Élise Otzenberger)
La vida de Sarah (Cécile De France), una mujer agotada con un marido que nunca está y dos hijos pequeños que ocupan su tiempo, cambia drásticamente cuando su hijo Simon (Darius Zarrabian) desaparece unos minutos en la playa. El niño se vuelve raro y empieza a buscar contacto con el agua en todo momento.
Call of water trae al extraterrestre a nuestro mundo por la vía acuática. Pese a no resultar tan original como a la propuesta de Meanwhile on earth —por comparar cintas del subgénero vistas en Stiges—, tiene un punto de interés y arranca directa a la acción, con esa secuencia de niño perdido en la playa, tan típica como estresante. Sin embargo, y a diferencia de la cinta citada de Clapin, la propuesta se diluye en sus mismas aguas al adentrarse a explorar las intimidades de sus personajes. La vertiente fantástica se desaprovecha y no queda más que un drama intimista simplón, que se acerca a los problemas recurrentes entre padres e hijos de una forma muy superficial, utilizando como excusa la presencia extraterrestre.
Una decepción por cómo se planteaba la cinta en un inicio y la deriva hacia la mediocridad que toma en su infructuosa búsqueda por retratar el drama maternal y los claroscuros de una familia. En general, la película parece no evolucionar y se desvive por unos personajes que no logran transmitir demasiado, además de repetirse con las mismas cuestiones una y otra vez. Aguas estancadas. La película de Otzenberger no me ha cautivado.
PLANET B (2024, Aude Léa Rapin)
En la Francia del 2039, un grupo de activistas medioambientales desaparece de pronto tras ser atacado por una protesta. Uno de sus miembros, Julia (Adèle Exarchopoulos), despierta en un extraño lugar llamado Planeta B.
El concepto de una cárcel virtual como castigo para los criminales es interesante para explorar en relación con la deriva tecnológica en el ámbito judicial, un sector bastante virgen en lo cinematográfico, que sin duda puede plantear cuestiones para la reflexión. Planet B es una cinta más bien comercial, cuyo aspecto lúdico doblega su potencial analítico, y termina siendo una película entretenida destinada al consumo rápido en las plataformas VOD.
El juego de los dos puntos de vista —interior y exterior de la prisión—, funciona en la medida en que aporta frescura a una cinta que transcurre en una sola ubicación, pero merma el interés en algunos momentos y conduce a la quiebra cuando aferra una vertiente romántica que no termina de sentirse orgánica. Léa Rapin desaprovecha una premisa llamativa para construir un producto a ratos divertido que, lejos de ser un desastre, podría dar mucho más de sí. Eso sí, Adèle Exarchopoulos carga, como es habitual, con el peso de Planet B casi todo el tiempo.
PLEASE DON´T FEED THE CHILDREN (2024, Destry Allyn Spielberg)
Un virus mortal que ataca solo a los adultos ha acabado con gran parte de la población. Un grupo de niños busca de noche refugio en una casa solitaria, habitada por una mujer psicótica que no les pondrá fácil huir.
En Sitges vivimos en exclusiva un acontecimiento histórico: el estreno mundial de la ópera prima de la hija del tótem Steven Spielberg. El ambiente estaba cargado de sospechas y juicios sobre una película lastrada de antemano por la presencia indirecta del director de Tiburón (1975). ¿Habría heredado Destry el talento de su padre? La respuesta tras el visionado fue generalizada: no. Sin embargo, a mí, con una expectación no muy alta antes de entrar a la sala y un planteamiento que evocaba un disfrute potencial, no me resultó un despropósito mayor, más bien una cinta sin demasiado que contar, pero resolutiva y dinámica. Otra película carne de plataforma digital.
Una de las cosas que más me molesta de Please don´t feed the children es el absoluto desaprovechamiento del entorno apocalíptico y universo zombi en que se desarrolla. Una historia de lo más sencilla, con personajes que cumplen su propósito en la línea de ese vínculo fraternal juvenil al estilo de Stranger Things o Los goonies —la calidad no entra en esta comparación, por su puesto— y una Michelle Dockery villana bastante espeluznante, pero que, salvo un detalle de la segunda mitad, podría transcurrir en otro contexto, incluso en algún lugar más o menos remoto de nuestra realidad actual.
Aún sin ser tan catastrofista como algunos, siento que Spielberg no logra una narrativa realmente solvente, aunque la película resulte entretenida, fruto de una falta notable de intenciones, más allá de hacer una película en términos generales. Reitero que, pese a todo, Please don´t feed the children se deja ver, no es un desastre, pero va a pasar sin pena ni gloria.
2073 (2024, Asif Kapadia)
Ghost (Samantha Morton), vive aislada en un distópico San Francisco de 2073. Todo el mundo está vigilado y controlado por dictadores y libertarios. Una advertencia sobre el mundo que nos espera si no actuamos ahora.
La obviedad en el cine es, a menudo, exasperante y se siente engañosa. Algo así ocurre con la película de Kapadia, que tiene un mensaje tan directo —con caras y nombres de sus contrincantes— que se desmorona al intentar darle una complejidad mayor por lo evidente que resulta. El problema no es la posición política que adopta, sino la forma tan discursiva en que la proclama, que termina siendo un picado de imágenes del horror y enormes dedos fluorescentes señalando a sus culpables. Por otra parte, al abstraerse del concepto global de la película, es posible interesarse por esa terrorífica disección de los líderes mundiales que Kapadia practica en su segmento documental.
2073 viene a retratar la deriva mundial desde el prisma más fatalista, conjugando la ficción de un futuro desolado y el documental sobre sus causas actuales. Un ejercicio de interés innegable, pero ejecución insatisfactoria, que depura toda intención narrativa de su vía ficcional para reducirla a una mera fotografía del caos como queriendo probar su predicción catastrófica, y convierte su otra vertiente, en la que de verdad reside la fuerza del mensaje, en un bombardeo incesante de información horrible. Al final, la ficción lastra al documental y viceversa, en un experimento muy valiente pero insuficiente.
CLOUD (2024, Kiyoshi Kurosawa)
Yoshii (Masaki Suda) se gana la vida revendiendo distintos artículos a través de internet, pero una serie de sucesos extraños que ponen en riesgo su vida empiezan a ocurrir a su alrededor. Cuando reúne algo de dinero se muda a una casa apartada en el bosque.
Este 2024 ha sido un año productivo para el japonés director de Cure y Kairo, que suma a su filmografía tres nuevas películas, entre ellas —Chime y Serpenth´s Path— la maravillosa Cloud; un thriller calculado y corrosivo sobre la responsabilidad tras la pantalla, que reflexiona sobre una problemática muy de actualidad.
La acción se cocina lenta, con una puesta en escena y visión cotidiana casi bressoniana, para estallar en un tercer acto salvaje que no abandona aun así el cauce de mesura formal en que discurre el resto de la película. Podría parecer que no sucede gran cosa a lo largo de Cloud, pero a veces menos es más y funciona como una herramienta para la trascendencia.
El violento tercer acto de la película viene a destruir la parsimonia anterior, en un arrebato de karma para el personaje principal, que creía campar a sus anchas estafando a la gente a través de las redes, y termina por toparse con una agresiva respuesta. Un mensaje potente en los tiempos que corren, sobre el cinismo y la falsa coraza que las tecnologías nos suministran, que dentro de su oscuridad alberga cierto humor, sobre todo en ese final, arriesgado a su vez por romper con lo esperable.
ELECTRIC CHILD (2024, Simon Jaquemet)
A un informático (Elliott Crosset Hove) se le viene el mundo encima cuando diagnostican a su hijo recién nacido una enfermedad mortal. Con intención de salvarlo, negocia con la IA de su computadora una solución.
Elliot Crosset Hove repite protagonismo en Sitges 2024 junto a la reseñada con anterioridad Basileia, en una película mucho más interesante que la italiana, que recurre como tantas otras a nuestro devenir tecnológico —las IAS en concreto— para acercarse al drama humano y la paternidad, de forma tan interesante en algunas cuestiones como vaga y somera en su mayoría.
Electric child imagina un desarrollo máximo de la tecnología hasta el punto de trascender su propio software. Un proceso que se muestra en su totalidad, pues va ligado al inquebrantable deseo del padre protagonista por salvar a su hijo recién nacido de su enfermedad terminal. La inteligencia artificial como medio para la salvación humana, un concepto bastante optimista sobre la deriva del mundo que se agradece, sin tener en cuenta su valor real.
Esta lucha constante que destruye al protagonista poco a poco se vuelve repetitiva y algo torpe en su profundización, culpa en parte de su excesiva duración (en relación con las aspiraciones narrativas), y lo más reseñable termina siendo su propuesta en sí, y esa forma tan interesante de retratar la evolución de la inteligencia mediante el crecimiento de un niño en una isla desierta.
NUNCA TE SUELTES (2024, Alexandre Aja)
Una madre (Halle Berry) y sus dos hijos viven en una cabaña en el bosque acechados por el mal y cada vez que van al exterior deben estar sujetos por una cuerda para que la amenaza no se desate, pero un día, uno de los niños se pregunta si el mal es real.
El terror surge en la nueva película de Alexandre Aja desde la macabra naturaleza de la historia: una casa aislada en un bosque en que ocurren cosas terribles. La atmósfera del horror forestal y ese retrato de la locura me cautivan permitiéndome obviar la inverosimilitud del método de la cuerda que da nombre a la película, así como su irregular final.
Nunca te sueltes recuerda de inmediato a la inolvidable El bosque (2004) de M. Night Shyamalan, por esa incertidumbre fruto del aislamiento que sufren sus personajes. La propuesta del director francés es tan única como el resto de su filmografía, y, aunque quizá esta vez no resuelve tan exquisito como en sus mejores películas, se sustenta en un guion con giros narrativos interesantes y mantiene su indudable talento en la construcción de la tensión, otorgando escenas realmente terroríficas.
Igual —o más— que en Infierno bajo el agua (2019) o Las colinas tienen ojos (2006), la familia es fundamental para la historia. Esa dinámica en que una fuerza externa destruye el núcleo familiar para remarcar la importancia de su vínculo se repite en Nunca te sueltes para construir un subtexto bastante dramático alrededor de sus personajes, que eleva un poco esta sencilla película de terror en una sola ubicación.
LAS DESAPARICIONES (2024, Alexandre Bustillo y Julien Maury)
Elizabeth (Virginie Ledoyen) y Franck (Paul Hamy), dos investigadores de distinto cuerpo, son destinados a un remoto pueblo de la montaña en el que tienen lugar misteriosas desapariciones de niños y muertes brutales sin explicación. La gente achaca el mal a la antigua leyenda de un monstruo devorador de almas.
El tándem de directores franceses Bustillo y Maury, que revolucionó el género con su película Al interior (2007), regresa después de tres años en las sombras con una película que mezcla thriller policial y terror para construir una investigación alrededor de la omnipresente figura del soul eater, una leyenda local —totalmente ficticia—, que da juego para indagar en su razón de ser.
No obstante, y aunque el tratamiento de la cinta es correcto, Las desapariciones termina resultando típica y tristemente olvidable por demasiado superficial y poco atrevida. No sucede nada muy revelador ni impactante hasta un desenlace inesperado, pero nada sorprendente, en una película que prometía de antemano por la firma de su dirección, pero que da la sensación de no querer dar un paso más hacia el horror, aun habiendo algunas escenas gore que suman al total.
THE ASSESSMENT (2024, Fleur Fortune)
En un futuro distópico en que el mundo ha sido arrasado por el cambio climático, Mia (Elizabeth Olsen) y Aaryan (Himesh Patel), deben pasar una evaluación a cargo de Virginia (Alicia Vikander), para determinar si pueden tener un hijo. Este proceso se convierte en una pesadilla psicológica para la pareja.
Tuvimos el placer de visionar The assessment en la sesión sorpresa final de Sitges, que incluyó la presentación presencial de su directora. Como muchas de las propuestas del festival, es realmente interesante lo que plantea la película de Fortune y cómo se aleja del típico retrato de la inteligencia artificial que podría haber sido, para dotarla de una dimensión humana mucho más profunda, tal y como un tercer acto, irregular pero revelador y necesario, desvela.
La idea de un futuro en que el gobierno juzgue la intimidad del matrimonio para conceder o no la potestad paternal, permite analizar cuestiones elementales sobre el intervencionismo y la ausencia de privacidad. Una constante fuente de reflexiones que termina cayendo en la reiteración de acciones alrededor de la dinámica interpersonal de los personajes que puede saturar un poco, aunque en líneas generales funciona bastante bien.
Elizabeth Olsen y Himesh Patel bordan sus complicados papeles, pero es Alicia Vikander la que deslumbra en ese robótico rol que crispa cada vez más al acomodado matrimonio. Es el agente disruptivo que trastoca una relación ideal, en un trasunto de la tenacidad gubernamental. Puede parecer que su interpretación es simple, pero tiene un doble fondo humano imprescindible para su análisis. Por decirlo de otro modo, es un personaje muy distinto al que interpretó en Ex Maxina (2014).
LUNA (2024, Alfonso Cortés-Cavanillas)
Una expedición privada viaja a la luna para fotografiar un cometa, pero este termina chocando con la Tierra cortando toda comunicación entre el espacio y el planeta, por lo que los visitantes, atrapados en el satélite, deben sobrevivir sin malgastar oxígeno a la espera de ayuda.
Cabe decir, de antemano, que una propuesta de ciencia ficción patria como Luna se agradece enormemente por su habitual ausencia. Más aún una propuesta de cine espacial, tan arriesgada como compleja de escenificar por los enormes costes de producción y dificultad en la construcción de su verosimilitud. Aun así, siento que la película de Cortés-Cavanillas cumple notablemente con el diseño de su escenario y demás cuestiones estéticas. No sobresale, pero tampoco desentona en este aspecto. Es el resto de la película lo que la arrastra a un pozo sin fondo prácticamente desde su comienzo.
El mayor problema de Luna son sus estereotípicos personajes y diálogos, que instalan unas situaciones cada cual más ridícula. Una concatenación del absurdo que termina resultando comedia involuntaria, sobre todo en su inexplicable secuencia final. El elenco es memorable —Robert Álamo, Marián Álvarez, Asier Etxeandia, etc.—, pero ninguno de los actores consigue una interpretación mínimamente orgánica dentro de este esperpéntico espectáculo.
A nivel narrativo no es muy reseñable, y se hace incluso pesada por su repetición y falta de evolución y pulso dramático, así como agotadora por la infinita energía dialéctica de unos personajes cuyo mayor bien es el oxígeno. Por qué hablar tanto en esta situación, si además no se dice nada. Como resultado final queda una película muy olvidable, un drama existencial que deriva en humor sin pretenderlo, pero valiente en su propuesta y de agradecer en sus intenciones.
GET AWAY (2024, Steffen Haars)
Una familia decide viajar en sus vacaciones a una remota isla sueca para presenciar una festividad milenaria que llevan a cabo sus gentes. Una vez allí descubren que nadie los quiere en sus tierras y que un asesino anda suelto.
Al guion de Get Away un incombustible Nick Frost que sabe lo que más gusta a los fans del género. La película de Haars arranca como una comedia familiar típica que apunta al folk horror, para transformarse en su segunda mitad en un festival de sangre y vísceras en el terreno del humor negro. Algunas muertes llegan a ser difíciles de encajar por la sangre fría y sarcasmo con que se ejecutan —algo similar me sucede con la saga Terrifier—, pero son igual de disfrutables.
El perjuicio del turismo se lleva a la hipérbole en esta película en que todo da realmente igual, y la historia se pone al servicio de ese salvaje desenfreno final. Es gracioso como se retrata a esa familia protagonista desestructurada, en que cada miembro es más patético que el anterior; urbanitas que colisionan directamente con el carácter de las localidades remotas en que se sumergen, y que ofrecen una moraleja final acorde a su desarrollo narrativo: matar fortalece vínculos.
DESERT ROAD (2024, Shannon Triplett)
Una mujer choca su coche y camina por la carretera en busca de ayuda, solo para descubrir que ni importa dónde camine, acaba de nuevo en su vehículo accidentado.
Desert Road es una de esas películas que llama a su visionado. Un juego de viajes y bucles temporales que se mantiene en la incertidumbre hasta casi el final, y va arrojando pequeñas pistas de información para acrecentar su interés. Aunque, sin duda, lo más sorprendente del filme es ese trasfondo emocional que se desvela en cierto momento, que llega a tocar la fibra cuando no se esperaba una conexión de esa clase.
A pesar de su imaginación, siento que por momentos peca de cierta falta de reinvención en sus mecanismos y cae en una dinámica de repetición algo limitante, que no por ello opaca la mayor parte de una película expeditiva y fresca en su propuesta. Una historia más cercana a A ghost story (2017) de lo que parece, que perfila en sus últimos compases un romanticismo inusitado alrededor del tiempo, la muerte y su relación. Una pena no haber explorado más esta vertiente.
EL BAÑO DEL DIABLO (2024, Veronika Franz y Severin Fiala)
En un pueblo rodeado de profundo bosque en la Austria del siglo XVIII, Agnes (Anja Plaschg) se casa con su amado Wolf (David Scheid) y comienza su vida de esposa servicial, pero pronto empieza a sentirse pesada, cada vez más atrapada en un camino turbio y solitario que la conduce a malos pensamientos.
El dúo de directores austríacos autor de películas tan interesantes como Buenas noches, mamá (2014) y La cabaña siniestra (2019), regresa con una propuesta de folk horror histórico que atrapa con sus hermosas imágenes al tiempo que consume sin remedio a su torturada protagonista.
El baño del diablo describe la decadente progresión psicológica de una mujer atrapada en su vida, durante una oscura época en que a la religión contagiaba hasta la médula todos los ámbitos vitales fruto de la falta de conocimiento. Sin necesidad de elementos sobrenaturales, los austríacos construyen una cinta de terror real, de un terror psicológico que aprisiona al espectador junto a su víctima, causando una sensación de extrañeza mayor al contrastar notablemente una atmósfera y contenido horripilantes con una hermosa impronta visual.
La narración fluye lenta sin hastiar, con el pulso perfecto para encandilar, instalando una sensación de desasosiego tremenda por la opresión que sufre su personaje —envuelto en una espiral de infortunio y descontento derivada de una situación marital insatisfactoria—, desde la más meditada sobriedad, para al final sorprender asestando al espectador un golpe que no esperaba, que, sin embargo, el buen observador notará que desde el principio se presagiaba.
Lejos de lo que pueda parecer, la cinta no hace más que retratar la enfermedad mental y la desfavorable situación de la mujer en la edad moderna. Una muestra enriquecedora desde la perspectiva actual, de cuando los problemas psicológicos no tenían espacio, y toda conducta fuera del estándar social se achacaba al demonio. Es repulsivo el trato de su suegra a la protagonista, y el juicio que se ejerce sobre cada una de sus acciones. Una construcción del mal real ejemplar. La escena de la confesión final quedará grabada a fuego en los anales del cine de terror para la eternidad.
TERRIFIER 3 (2024, Damien Leone)
Sienna (Lauren LaVera) intenta rehacer su vida un tiempo después de su enfrentamiento con el payaso Art (David Howard Thornton), pero siente que la amenaza se acerca cada vez más. Por otro lado, Art, junto a su nueva compañera del mal Victoria Heyes (Samantha Scaffidi), se dispone a desatar el caos entre los habitantes del condado de Miles durante la pacífica Nochebuena.
Damien Leone está introduciendo a pasos agigantado a su payaso Art en el imaginario colectivo del cine de terror, y no es para menos. El personaje interpretado por David Howard Thornton es tan único como grotescamente terrorífico, un asesino sin límites ni motivos, que disfruta de su ocupación con sorna. En esta tercera entrega, las vísceras regresan más frescas que nunca para divertir a los fans de la saga en una masacre navideña sin igual.
Terrifier 3 cuenta con un presupuesto mucho más elevado que sus predecesoras —Terrifier (2016) fueron 35.000 dólares y Terrifier 2 (2022) 250.000—, dos millones de dólares que mejoran notablemente el diseño de producción y la calidad visual de la cinta. La saga no concluye en trilogía, pues ya está prevista la cuarta película, pero por el momento estamos ante su mejor parte.
Hay que saber lo que se va a ver, y es que Terrifier 3 no cambia en tono ni contenido. Como en sus predecesoras la historia es mínima, toda narrativa se pone al servicio del desmembramiento más salvaje y gore, pero eso es lo que buscamos realmente del monstruoso payaso, y las secuencias en que se escenifica la masacre alcanzan unas cotas de perfección vírgenes hasta el momento. La conducta de Art es imprescindible en la construcción de la tensión, ese carácter tan cartoon heredado del mimo o del cine mudo, mediante el que brota un humor negro macabro, a veces difícil de encajar por el contraste con lo que vemos, da un sentido único a su personaje y funciona mejor incluso en el preludio de las muertes que durante ellas.
En definitiva, esta tercera parte es la mejor de la incipiente saga. Una cinta gore como pocas que emplea un humor negrísimo, en ocasiones indigesto, para marcar la diferencia, con un inicio directo al más puro estilo Scream. Vigila quién llama (1996, Wes Craven) y un final algo abrupto y decepcionante, que aun así no opaca la brillante escenificación de la barbarie del grueso fílmico.
Han sido once días de mucho cansancio y aún más películas, en una experiencia cinéfila para el recuerdo. Después de esta última gran resaca de crónica con breves análisis de veinte películas, me despido.
Espero volver el año que viene y que sea aún mejor que este. Por el momento, me alegraré si disfrutáis leyendo estos textos y tomáis nota de algunas de mis recomendaciones.