4´5 Butacas sobre 5
Noah Baumbach fue uno de los directores que me descubrió el cine independiente estadounidense. Volviendo a sus películas éstos los últimos días, he redescubierto por qué a los 17 años, me marcaron algunas de sus películas. Frances Ha hace que te enamores de su protagonista, que te sientas identificado con ella, porque al final te ves reflejado. A través de su lucha por llegar a ser bailarina, te das cuenta de que tú también tienes unos sueños por cumplir. Y con eso se podría resumir su labor escribiendo guiones, siempre analizando la vida bajo un prisma tremendamente realista, en el que todo es caos y tiene sentido al mismo tiempo.
Si bien poco tienen que ver, parece que lo que Baumbach ha hecho a lo largo de toda su obra es describir el transcurso de la vida como si de un hilo se tratase. Empezó con esos jóvenes perdidos en Kicking and Screaming, aquellos adolescentes que no querían convertirse en adultos, extraviados en un mundo en el que todavía no habían decidido qué hacer. Frances Ha se situaría poco después, en el lugar en el que una persona tiene ya una meta, pero todo sale mal a la hora de tratar alcanzarla. Con Mientras seamos jóvenes avanzaba hasta esa pareja que, ya adulta, estaba arrepentida de lo que pudo hacer y no hizo en su juventud. Y ahora llegamos al final de un camino, a la separación de dos personas.
La película nos narra el proceso de divorcio de dos personas que ha dejado de quererse. Esa es la base sobre la que Baumbach desarrolla su obra más sincera, hermosa y sutil. También condenadamente triste. Desde su primer minuto, en el que se presentan los personajes de forma magistral, sabemos que no estamos ante una película más. Si bien el título Historia de un matrimonio podría parecer una provocación o confusión para que las personas se acerquen a ella, no lo es. Es la historia de un matrimonio muerto, pero sí es -y fue- un matrimonio. Nunca vemos a Adam Driver y Scarlett Johansson decirse un te quiero porque hubiese sido un recurso fácil para calar en el espectador, pero sabemos que los hubo antes de que la película comenzase. O al menos tenemos esa esperanza, la esperanza de que alguna vez ese amor no estuviera roto.
Baumbach disecciona la naturaleza humana con mano de cirujano, ofreciendo unos diálogos que asustan por lo reales que son. Y es que las lágrimas del espectador -creedme, las habrá- surgen de la espontaneidad de las situaciones. De esos momentos en los que vemos que la pareja no se odia, que es real. Simplemente ya no se quieren. Surge el estremecimiento al ver cómo lo que en un principio iba a ser una ruptura amistosa se va convirtiendo en guerra. Todo con un niño de 8 años por medio. Él, director de teatro en Brodway debe hacer frente al distanciamiento de su mujer y su hijo, a que el chico comience a verle cada vez menos, a que no quiera ir con él y ni siquiera le abrace voluntariamente. El guion logra plasmar todos estos momentos tan crueles de forma increíblemente real y es horrible ver algo tan cercano a la realidad. También soberbio.
La película, cargada de drama, no deja de dar al espectador la diminuta posibilidad de que todo acabe bien, de que resurja la llama. Todo ello a través de miradas, silencios y actos que expresan todo sin necesidad de articular una sola sílaba. Siempre intercalado con recursos cómicos que sin saber por qué funcionan.
Lo que ha creado Noah Baumbach es todo un acto de amor a las emociones. Un punto de inflexión en su carrera que podría marcar el final de una trayectoria y el inicio de otra diferente. Una obra en la que Johansson y Driver dejan de ser actores para transformarse en seres humanos, dando dos de las mejores actuaciones de la década, si no las mejores. Un director que se abre para contarnos una situación tremendamente triste, dura y emotiva. Una obra inclasificable.