2’5 Butacas de 5
El concurso de piano es la sinfonía de una obsesión, de un delirio colectivo que gira en torno a un premio. La película tiene una premisa fascinante: durante siete días, un grupo de los mejores jóvenes pianistas, desconocidos entre sí, conviven en una casa aislada del mundo exterior, sin tele, radio ni móvil, para ensayar una partitura que no conocían hasta su llegada. En la mansión hay una sala común donde pueden leer, jugar al billar o al ajedrez, comer o conversar. Si lo prefieren, pueden aislarse del resto del grupo y practicar todo el día… o la noche, porque las habitaciones están insonorizadas. En la casa surgen amistades, envidias, rivalidades. Todo ello se basa en un concurso que sí, existe: el Certamen Internacional de Música Reina Isabel de Bélgica.
La mezcla que propone El concurso de piano es poco convencional. La película fusiona elementos juveniles y modernos con otros más refinados y clásicos, en un contraste que sorprende por lo estridente. Evoca la pubertad de Crepúsculo, con aspirantes en plena adolescencia tardía, pavoneándose por los pasillos como los pianistas extraordinarios que son, diciendo cosas como “con tres años compuse mi primera canción”, “mi piano tiene dos colas” o “Beethoven se me apareció en sueños, ¿a ti no?” (bueno, no dijeron esas frases exactamente, pero estoy seguro de haber oído algunas muy parecidas durante la película). Estos personajes resultan tan rimbombantes que no podemos dejar de mirarlos. Tienen la virtud de lo estrafalario, de lo social, moral y hasta políticamente incorrecto.
Lo adolescente se combina con el mundo de la música clásica, con la elegancia y sofisticación de una peluca con muchos rulos. Esta fusión de estilos puede parecer extraña a primera vista, pero a medida que avanza la trama, se revela como algo potencialmente icónico. Podría, sin duda, convertirse en una nueva saga. Sin embargo, siento que El concurso de piano se toma a sí misma demasiado en serio. La película juega en ese espacio liminal entre el viejo clasicismo europeo y las series de instituto de Netflix. Un enfoque juguetón que se pierde en el ahínco por ser, ante cualquier circunstancia, súper melodramática.
No es TÁR, ni Whiplash, ni Crepúsculo, aunque se le parezca. Lejos de explotar las propias dinámicas que plantea, acaba centrando su esfuerzo en construir a una protagonista aislada de sus compañeros, de un amor de campamento, e incluso del concurso al que se ha presentado, por las heridas de un pasado que la atormenta. Y en ese pasado, lejos del concurso y de la mansión, instalado en el flashback, transcurre El concurso de piano. Es tan grande su afán, que la película construye un genial clímax musical –como lo hacen Whiplash o TÁR–, pero renuncia a acabar en su punto más alto en favor de un descenso melancólico que nada tiene que ver con la música ni con el concurso.
Al final, la película es una reflexión sobre la búsqueda de la excelencia y el precio de la obsesión en un universo que, paradójicamente, renuncia a su propio potencial. Aspiraciones desbordadas –las de la película– y personajes exuberantes que ofrecen un retrato de jóvenes prodigios atrapados en la música clásica. Pero, en su intento por contar dos historias, sacrifica la oportunidad de convertirse en una obra transgresora. En lugar de ser una sinfonía bien afinada, El concurso de piano termina siendo una cacofonía imperfecta, un recordatorio de que, a veces, es el mismo exceso de ambición lo que nos impide alcanzar el éxito.