3 Butacas sobre 5
Cuando en 1859 entraron en vigor los acuerdos que garantizaban la apertura de Japón al comercio con occidente, las grandes capitales europeas se llenaron de mercancías niponas que hicieron las delicias de las clases acomodadas. Inseparables testigos del final del periodo Edo, estos tratados sacudieron y cambiaron también para siempre la historia del arte europeo: marchantes y coleccionistas quedaron embelesados con las delicadezas que el nuevo mercado ponía a su alcance, y los grabados de la escuela Okiyo-e, de gran éxito en París, cayeron como agua de mayo sobre aquellos artistas sedientos de nuevas formas de mirar el paisaje, los impresionistas.
Degas, Manet, Monet, incluso Gauguin y, sobre todo, Van Gogh, encontraron en las estampas japonesas nuevas formas de ver, de componer, de aplicar el color. Pero fue este último quien llevó más lejos la obsesión por el arte, la filosofía y el modo de vida en el país del sol naciente. El interés de Vincent Van Gogh por lo nipón iba más allá de la búsqueda de un savoir faire: el holandés hizo de Japón un universo soñado que situaría como horizonte de su práctica artística, llegando a presentarse a sí mismo como un bonzo dedicado al sacerdocio de la pintura.
Van Gogh y Japón explora el viaje de ida y vuelta del artista en su apasionamiento por el país que será su gran fuente de inspiración. Es en realidad una visita guiada por la exposición homónima del Van Gogh Museum de Ámsterdam que se amplía más allá de las salas del reciento llegando hasta el Japón actual. Allí encontramos el relevo de la obsesión vangoghiana de mano de los artistas contemporáneos que hoy le reconocen como el más cercano, de entre los impresionas, a la sensibilidad nipona.
Como todas las producciones de Exhibition on screen, Van Gogh y Japón será de gran interés para los aficionados al pintor holandés, que disfrutarán de una espectacular fotografía que conjuga los paisajes francés y el japonés con primerísimos planos de sus obras. Por sus superficies vaga la cámara como el ojo lo hace sobre el lienzo, mientras una voz en off revive las cartas que el pintor enviaba a sus amigos y a su hermano Théo. La narración es eficaz pero conservadora; no recurre a ningún tipo de ingenio para romper con la monotonía de lo cronológico, y corre por ello el riesgo de alejar a los espectadores sin un interés específico en la figura del artista. Sus apasionados lo encontrarán en cambio didáctico, riguroso y de gran profundidad.