3’5 Butacas de 5
1870. Oeste de los Estados Unidos. Un vaquero traquetea en la parte de atrás de una carreta. Se dirige a un pueblo absolutamente indecente. En él, los indios y los blancos conviven en paz. El puesto de shérif lo ocupa una mujer. El raptor es un hombre blanco. La chica “raptada”, en realidad, se ha emancipado de su verdadero captor. Todo se ha vuelto del revés. Y nuestro vaquero, el que traqueteaba al fondo de la carreta, no entiende nada. A Lisandro Alonso, sin embargo, eso le importa un comino.
Diez años separan Eureka de la anterior película de Lisandro Alonso, Jauja. Diez años que parecen veinte, en los que ha habido una pandemia, una caída de la popularidad de las salas de cine y algunos cambios sociales enormes. El año 2024 se parece poco al 2014. Eureka, pese a todo, ha logrado estrenarse.
Pero Eureka no es un wéstern. ¿Te lo había parecido?
La película transcurre en 2019, en una reserva india de Pine Ridge, al oeste de Dakota del Sur. Una agente de policía sale de servicio. Es de noche. La calma parece artificial, yuxtapuesta. El ambiente es raro. El vacío pesa una barbaridad. Alonso construye un suspense denso e incomprensible. ¿Por qué? Porque no sucede nada. El misterio no concluye, la tensión nunca se rompe. La noche no acaba. En el punto álgido, la cámara se arrastra hacia otro lado, cambia de historia, de personajes. Yo me rasco la cabeza. No entiendo nada. Pero eso, a Alonso, seguro que le importa un comino.
El director de Eureka plantea las secuencias de carretera más sórdidas desde Estoy pensando en dejarlo (Kaufman, 2020). Cambia de género, de reparto e incluso de ratio de aspecto. Pasa del blanco y negro del wéstern a la fría paleta de colores de un thriller policial. Razones, buenas o malas, para hablar de su voluntad experimental, artística y, sobre todo, conceptual.
Alonso explora la identidad india a través de tres historias. Reimagina el lugar de los indios en el género americano por antonomasia. Se adentra en el ejercicio policial dentro de una reserva india en los Estados Unidos de Trump. Y, por si fuera poco, guarda un último giro fantástico. Un viaje en el tiempo para conceptualizar, de nuevo, la realidad india tras la llegada del hombre blanco: la de las tribus amazónicas.
Lisandro Alonso viaja a la Amazonia de los años 70 para filmar sus árboles, sus arroyos embarrados, las pepitas de oro que el agua arrastra, los ríos verdes y en calma que alcanzan las copas de los árboles. Es un retrato onírico, granulado y brillante, que adormece de forma literal. La película descansa en su último tercio. Es una nana tropical que triplica la duración de los segundos. La película nunca acaba de terminar, y uno no sabe cuántas horas lleva observando ese milagro cinematográfico que ha llegado a su pantalla no sabe cómo ni por qué.
Eureka es una película desconcertante, a ratos fatigosa. Como wéstern, uno necesita más de lo que recibe. Como thriller, uno nunca obtiene las respuestas que quiere. Como sinfonía de una naturaleza salvaje, uno olvida su nombre y hasta lo que ha desayunado. Eureka es magistral, histórica e incomprensible.
Por todo eso, solo se me ocurre recomendarte que no vayas a ver Eureka.
Pero, por favor, ve a ver Eureka.