4 Butacas de 5
[Así dice el Señor Todopoderoso: “Juzguen con verdadera justicia; muestren amor y compasión los unos por los otros. No opriman a las viudas ni a los huérfanos, ni a los extranjeros ni a los pobres. No maquinen el mal en su corazón los unos contra los otros”] Zacarías 7:9-10
Todos éramos hermanos hasta que un día dejamos de serlo. El odio se infiltró en el corazón de los hombres tal vez antes de lo que una mirada inocente quisiese ver y comprender. La vulgaridad, el primitivo fervor, un instinto de conservación alentado y violentado por la ingeniería política de quien quiso configurar unidades territoriales y administrativas fuera de todo vínculo cultural, étnica, religiosa o moral. La tiránica pulsión del poder y control de masas condujo siempre nada más que al crimen, a la locura de la sangre… Inducir repulsa hacia el diferente, construir segregación donde pudo haber paz y colaboración e incluso simplemente tolerancia, respeto. El S.XX. fue fruto del caos y de la eclosión producida por la acumulación de los problemas de colonización, imperialismo, nacionalismo y arbitrariedad política en la segmentación de ese mundo de siglos atrás. Los inconmensurables y trágicos errores perpetrados a lo largo de la I y II Guerra Mundial no fueron suficientes para que la sed vigorosa del mal llamado “eje occidental”, liderado con puño de hierro por los EEUU, no cesase en su empeño de dominio del mundo, esta vez, principalmente, del Este de Europa. Desde 1945, la baza geopolítica norteamericana se sustentó en la idea de destrucción y reestructuración del bloque del Este alentando los sentimientos nacionalistas y secesionistas de los distintos pueblos que de forma razonablemente alícuota configuraban estados como el soviético, yugoslavo o checoslovaco. Efecto que obtuvo sus considerables repercusiones tras la caída del Muro de Berlín y el auto-colapso de la URSS. Una vez disuelto el Pacto de Varsovia, todos aquellos territorios eslavos y cultural/étnicamente diversos, que en mayor o menor medida fueron “pacificados” por estas unidades estatales, comenzaron a avivar ese odio cultural, religioso y étnico “cuasi ancestral” y “recientemente” visible en los arbitrarios dibujos de fronteras realizados a lo largo de principios del S. XX. Todo esto comenzó a desencadenarse el mismo 1991 con las distintas guerras de Yugoslavia y el conflicto ruso-checheno, y cuyos ecos y reminiscencias podemos ver todavía hoy en las regiones que conformaban Yugoslavia, ex-repúblicas soviéticas como Georgia o territorios del Cáucaso y el propio conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Este contexto es sobre el que parte La Patria Perdida, una obra de coproducción Serbia-Francia-Croacia-Luxemburgo-Catar que nos lleva de la mano para revisitar los hechos acontecidos a lo largo de 1996 en Serbia, prolongando los conflictos en la región hasta el año 2001.
La Patria Perdida, dirigida por Vladimir Perišić, es un film que narra lo concreto, particular, personal y cotidiano de una familia serbia a la que paralela y progresivamente le irán afectando los hechos políticos que se suceden, dinamitando un vínculo emocional que se pensaba inquebrantable. Trazado familiar que irá conectado también de forma inversa con el clímax político: según se desmoronan los lazos de familia, la situación política irá paso a paso decayendo y sucumbiendo ante la violencia y el odio. Nada puede separar a esta familia serbia -y a todas las demás- del futuro inexorable de los hechos políticos, al igual que el destino político no podrá desvincularse de la realidad social. Una paradoja en la que la indeterminación de la causa desencadenante de los acontecimientos encerrará a los personajes ante un dilema que no podrán resolver y que conducirá de forma inextricable a un desenlace de caos y muerte.
El cineasta serbio es plenamente consciente de su corpus narrativo y lógico, algo que imbrica a la perfección con la forma y la mirada que toma el film. Todo está latente y subrepticiamente presente en sus imágenes: colorimetría saturada, tonos cálidos, una gran textura en la superficie (rodada en 16 mm), pero casi siempre se presenta con una clave de luz baja, todo sucede en la oscuridad, pero a la luz de todos los ojos… En contraposición a la efervescencia del entorno, la cámara se erige como la figura de lo inerme: ante la tensión proclive de los dos bloques, sólo nos quedan miradas fijas, panorámicas de seguimiento y muy contados travellings descriptivos que no hacen más que evidenciar la impotencia e impasibilidad de unos personajes que vagan hacia el abismo. Vladimir Perišić apuesta por un formato 1.85:1 en lo que, para mí, es, de nuevo, una clara apuesta por la horizontalidad y la compleja amplitud del conflicto de los Balcanes. La construcción del film percute en una dirección: la mirada omnisciente de un adolescente cuya única virtud brindada es él mismo, el observador impotente que no puede hacer más que mirar y ser consciente de que su mundo colapsa; la pasividad de lo que ya está escrito. Stefan es toda una generación que se le impidió crecer bajo el manto de una paz falsamente promulgada en 1945, una presa obligada a dinamitar forzadamente la división entre el agua de la inocencia y el agua del descreimiento. En este entorno no hay espacio para el amor, Stefan intenta aferrarse al amor hacia su madre, pero que este irá poco a poco evaporándose en cuanto la vida (socio-política) se adentra entre ellos dos. A la trama se le añade un romance juvenil, que he de reconocer, que tras salir de la proyección, juzgué como innecesario y factor que lastraba el ritmo; pero que tras reflexionar su adecuación, es precisamente la constatación de que a Stefan se le ha robado incluso el contacto con el amor de juventud, la pasión y la carnalidad de la ternura femenina. El film en su conjunto está armado de forma sólida y coherente, no intenta agradar a un público deseoso de buscar una salida, una mano que auxilie el calvario que se avecina… Una realidad cruda en la que la salvación se ha perdido y que, tal vez, la única redención y sublimación del horror sea la caída; algo que recuerda indefectiblemente a Mouchette de Robert Bresson.
Serbia, 1996. Durante las manifestaciones estudiantiles contra el régimen de Milosević, Stefan, de 15 años, tiene que pasar por la revolución más dura de todas. Tiene que enfrentarse a su amada madre, portavoz y cómplice del gobierno corrupto contra el que se levantan sus amigos.
La Patria Perdida es una de las mejores opciones del catálogo de junio. Un film con un acabado artístico y narrativo notable, y que yéndonos a una óptica social y política, es urgentemente necesario reivindicarlo ante la virulencia y las pasiones desaforadas que pueden llevar a Europa, Oriente Próximo y al mundo a la destrucción total.