3’5 Butacas de 5
Ryûsuke Hamaguchi se enfoca en un pequeño pueblo cerca de Tokio, sus habitantes y sus tiempos. Sus encuadres y montaje parecieran querer adentrarnos en una dinámica cotidiana. La de cortar troncos y recoger agua en un recoveco de naturaleza invernal que pronto se va a ver remecido.
Cuando el diálogo se asoma, es para mostrar las fuerzas en conflicto. Citadinos de Tokio, desconociendo el lugar, planean instalar con urgencia un glamping en el plácido territorio, afectando la calidad del agua y alterando la vida de los habitantes. El tira y afloja comienza, ¿cómo se pueden defender de una amenaza en el lugar donde el mal parece no existir?
El título de Hamaguchi es ambiguo. Puede referirse a la visión afuerina de lugares naturales romantizados, o a la ejecución burocrática de proyectos sin pensar en el daño que producen a gran escala. Incluso puede ser irónico, teniendo en cuenta un final igualmente ambiguo pero que llega a interrumpir de manera abrupta la quietud pueblerina que lo antecede.
Pero antes, durante el transcurso de El mal no existe, momentos profundos como la reconsideración de los capitalinos de su estilo de vida al pasar un tiempo en las montañas. Su enamoramiento por el transcurso de las horas y las maneras de la gente. Su ingenuidad también. Conversaciones en coche reminiscentes de las últimas dos películas del director, La rueda de la fortuna y la fantasía y Drive my car, en las que amigos divagan con soltura, sin prisa, con el cine recordándonos que no nos debe eficacia en el lenguaje cuando se logra este nivel de naturalidad.
Hamaguchi logra representar los dos mundos que retrata tanto en la humanidad de sus personajes, como en la manera en que los espacios son habitados. Y, cuando ambos se topan, no nos queda otra que entender que lo que al principio veíamos como rutinario escondía fricciones que peleaban por salir a la superficie. Incluso con toda la benevolencia involucrada. Incluso cuando el mal no existe.