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¿Cómo empezar estas líneas? Catarsis, éxtasis, epifanía; todas ellas bajo el marco del hecho extraordinario, inexplicable. Sucesos que nos cambian la vida de manera repentina, algunos dicen que de forma fugaz, volátil; corazón sin alma. Aquella experiencia que trasciende, que supone un antes y un después en nuestro desempeño personal y vital. Un arraigo en lo más profundo de nuestra alma para moldearla, dejar de estar para empezar a ser. Una ráfaga, un estertor, un halo de luz que nos ciega, que nos colma, que nos embriaga; y, tras ello, un fresco renacentista o un icono de la Santísima Trinidad, unos ojos libres, una mirada límpida; un estremecimiento que sublima el alma. Este episodio es lo que nos ha acaecido a muchos con grandes obras maestras del cine y, en particular, con el trabajo de Víctor Erice. El Espíritu de la Colmena (1973), El Sur (1983) y El Sol del Membrillo (1992); tres obras magnas que elevaron al cine español a la categoría de arte superlativo, a la altura de Ingmar Bergman, Andrei Tarkovsky o Robert Bresson, y con el permiso de otro sacro monolito del cine como es Luis Buñuel. El cineasta vizcaíno metabolizó en sus filmes el carácter intrínsecamente poético del arte cinematográfico haciendo visible la lógica del pensamiento a través de la asociación, conjunción y encadenamiento de imágenes y sonidos, algo que el lenguaje estrictamente racional, sintáctico no canaliza; dando un uso magistral de las composiciones a ventanas, caminos, espacios de sombras, planos generales (juego con las línea del horizonte no en clave “fordiana”) y los tonos cálidos/fríos muy protagonistas en su filmografía. En todos sus trabajos siempre permanece la idea vigente de ese algo perdido tras la breve cortina de la infancia, ese algo irrecuperable que se convierte en algo más que una estela, una rémora asfixiante. Un pasado que pasa a formar parte en primer plano del más inmediato presente. Echar la mirada atrás y contemplar que aquello que un día amamos y que, tal vez, continuamos amando, se torna en un hondo pesar, lo feliz se transmuta aciago o lo más probable: lo feliz siempre fue una debilidad que lastra la ilusión de un tiempo futuro. El adulto que le hubiese gustado que el destino hubiera seguido su voluntad, recuperar aquello que junto a la muerte no tiene remedio, algo que una vez que se transita no se vuelve a poseer; la mirada inocente del niño que mira un mundo agreste y bucólico, un gran prado verde y virgen. Todo esto, tras la acción de la hoz, de la guadaña que es el paso del tiempo, pasa a ser una gran estepa árida y tortuosa en el que la felicidad es un espejismo que deviene oscuro. También le interesa enormemente el concepto de la mirada como elemento transpondedor del arte y de la belleza de la realidad, algo que está muy ligado a lo anteriormente mencionado y que imprime de forma más exhaustiva en El Sol del Membrillo; la capacidad del artista de contemplar la realidad, elevarla al plano trascendental y, a partir del caos ordenado de la naturaleza, dar origen a la obra. Tanto las manos como la mirada son los caracteres más representativos y cinematográficos para atestiguar y visualizar el alma humana, los vehículos a través de los cuales poder dar substancia a los sentimientos y emociones. El tratamiento de Víctor Erice de ambas son excelentes tanto en primeros planos fijos, como en planos detalles; captar nuestra esencia, esa sensibilidad que muy pocos pueden alcanzar.
Tras 30 años alejado de la realización de largometrajes, Víctor Erice regresa. Ya sólo con esta misiva deberíamos vanagloriarnos y ser conscientes que una generación de amantes del cine vamos a poder ser testigos de una de sus proyecciones en estreno, pero con esto sólo hablamos de un levísimo toque de corneta. Cerrar los Ojos es mucho más. Cerrar los Ojos es un milagro; es la caja de Pandora que no responde ninguna pregunta y que nos plantea la más recóndita y misteriosa de las incógnitas: ¿por qué ha estado Víctor Erice 30 años preservando su genio sin transmitirselo a la cámara? Ya a estas alturas ninguna respuesta colmaría la belleza de su silencio. Cerrar los Ojos con 169 minutos es el largometraje más extendido de su carrera (nunca dejaremos de pensar en El Norte) y con plena justificación. Víctor Erice tiene mucho que contarnos, y con un ritmo diletante y contemplativo se adentra -más si cabe que en sus anteriores filmes- en las cotas crepusculares de sus líneas de interés: afrontar el pasado como una carga soporífera, aquí se convierte, no ya un factor por los que los personajes estén supeditados, sino que el pasado ha absorbido por completo todo rastro de la vida presente (toda actividad realizada se llevará a cabo únicamente para que el tiempo transcurra lo más fugaz posible); la mirada nostálgica y melancólica de una vida resquebrajada que jamás podremos volver a recomponer, un tipo y una forma de hacer cine que pasó hace mucho a formar parte de arcaicas piezas de colección en estanterías polvorientas; la búsqueda sempiterna de una identidad, que de ser verdaderamente encontrada, únicamente podrá ser lograda tras un arduo y doloroso periplo de fracasos, decepciones y pérdidas.
En esta ocasión, Víctor Erice apuesta por un filme más sostenido por los diálogos que en el resto de su obra, no por la duración más extensa, sino por una necesidad autoral de -a mi parecer- relatar muchas de las cosas que no ha podido expresar en estos 30 años. Cerrar los Ojos es un filme plenamente reconocible donde se despliegan todos aquellos recursos cinematográficos que siempre le han caracterizado como son el uso esteta y preciosista de los planos generales fijos en los que Erice esculpe en el tiempo un cuadro, una ventana por la que mirar los sueños, esperanzas y frustraciones de nuestros personajes (una verja a través de la cual contemplar el mar o un personaje encuadrado en una portería de fútbol, atravesando la línea del horizonte, el cual es dueño de un a priori destino pendiente del azar de un balón o la propia vida) o determinar su estado psicológico/vital como en una escena en la que un personaje se encuentra sentado (localizado en la parte baja del cuadro) en un banco frente a un árbol y con una puerta abierta a su lado, ese dubitar entre el peso de la situación y las posibilidades presentes); la utilización del primer plano con enfoque parcial de una manera sensible y exquisita, dando el espacio de aire necesario allí donde la mirada se dirige; el manejo de la cámara en ciertos momentos del relato para imprimir ese carácter documental y, por último, un recurso que me pareció narrativamente sublime fue un plano aéreo con travelling encadenado con un primero plano, incluso Víctor Erice sabe reinventarse. El tratamiento del color (fotografía extraordinaria de la mano de Víctor Álvarez) con los tonos cálidos (marrón anaranjado y sepia) y fríos (blanco grisáceo y azul claro) no dejan de asfixiar a nuestros personajes tanto de una forma reconfortante como inquietante, respectivamente; a esto se le añade el recurso de las sombras, compaginándose a la perfección con los distintos estados emocionales denotados por las distintas tonalidades de colores. La estructura del filme tiene tres partes claramente delimitadas: la primera la calificaría como “la búsqueda de un reencuentro”, la segunda “recapitular el pasado” y la tercera “esperanza y resurrección”; todas ellas armoniosamente entrelazadas por una serie de fundidos a negros que dan al filme una estética de diario, de ajuar de recuerdos. Por último, cabe destacar el brillante trabajo de los actores Manolo Solo y Mario Pardo (ambos alter ego de Víctor Erice), Ana Torrent, José Coronado y Josep Maria Pou.
Cerrar los Ojos nos presenta la historia de Miguel Garay (Manolo Solo), un antiguo director de cine que tuvo que verse obligado a parar el rodaje de su último filme La Mirada del Adiós como consecuencia de la desaparición de su actor principal Julio Arenas (José Coronado) y estrecho amigo suyo. 22 años después, Miguel decide participar en un programa de personas desaparecidas que relatará la desaparición de su amigo. A raíz de este hecho, Miguel se internará en las entrañas de su pasado en la búsqueda de la identidad, la verdad y un final de melancólica esperanza.
¿Qué más se puede decir? Víctor Erice retorna al panorama cinematográfico con uno de los filmes del siglo, reafirmándole como uno de los mejores y más importantes cineastas de la historia. Erice a través de un ejercicio de cine dentro del cine nos muestra la capacidad milagrosa del arte cinematográfico, referencias hermosas a La Llegada del Tren de los hermanos Lumiére, El Último Tango en París de Bertolucci, Río Bravo de Howard Hawks u Ordet de Dreyer, incluso nos deja un pequeño guiño del proyecto El Embrujo de Shangai que no le dejaron realizar. Su amor por este arte no tiene límites: “Víctor Erice no ha dejado que se pasaran “links” del filme porque este ha sido concebido para verse en un cine y aquí es donde únicamente va a poder verse”. Esas fueron las palabras que se nos dieron desde Avalon antes de iniciar esa mentira que nos decía Isabel en El Espíritu de la Colmena. Esperemos que Cerrar los Ojos no sea el último truco que nos tenga preparado el mago vizcaíno.
Más motivos no puedo dar para que acudan en masa a los cines y dar el mayor de los agradecimientos a nuestro mayor baluarte cinematográfico. Tras su proyección el día 28 en el Festival de San Sebastián, Cerrar los Ojos llegará a las salas españolas el 29 de septiembre.