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Ayer, 26 de mayo, quiso el destino que pudiese escuchar una serie de afirmaciones arremetiendo contra “el cine francés” -como si este fuese una especie de entelequia uniforme, encontrándose en dicho “conglomerado”, autores tan dispares entre sí como Renoir, Vigo, Bresson, Truffaut o Godard-, achacándole una supuesta carencia de ideas innovadoras a la hora de afrontar el tema central del film: “matrimonios en crisis con hijos disfuncionales o amigos afrontando sus problemas en torno a una hoguera, cuestionamientos narrativos abordados hasta la extenuación” -declaración textual-. Todo esto, discurriendo en una conversación en la que, entre estoque y capote, se alababan las veleidades “cinematográficas” de Disney -imagínense el panorama en el que se encuentra el cine-. ¿Qué tiene de reprochable repetir una tesis narrativa una y otra vez, si esta se afronta desde paradigmas creativos y autorales distintos? ¿Algún amante del cine se fustiga porque Ozu, Antonioni o Malick repitan puesta en escena, dirección y narrativa? Pues eso, quejarse por quejarse. Después de haber visto Houria, me remití a tales palabras, para posteriormente pensar que ojalá el 90% de lo que se proyecta en cine tuviese el amor, la sensibilidad y el buen quehacer de este film tan personal y cuidado -siendo consciente que estamos hablando de cine argelino, por su inextricable vinculación con Francia, podríamos enmarcarla en ese concepto de “cine francés”.
Una película en la que se abordan cuestionamientos como la trascendencia de la labor humana, el destino ligado a acciones pasadas, la importancia de la comunicación, la tragedia de vivir en un mundo en el que el mal predomina y la relevancia del silencio y la mirada como elementos que favorecen el encontrar un sentido vital; características que inevitablemente me recordaban, al menos, narrativamente, a films como Persona, Andrei Rublev o Las Noches de Cabiria. En el apartado técnico destacan de forma notable, una dirección costumbrista armónica y fluida en entornos naturales con cámara en mano, retratando a los personajes fluyendo y conectando con maleza, agua y los brillantes destellos del sol (el juego que practica la directora Mounia Meddour con los anillos creados por los reflejos de la luz solar y los movimientos de danza de nuestros personajes, rodeándoles, es sublime. Lo que nos hace recordar que toda revelación siempre va acompañada de un inexorable aprisionamiento espiritual); y una narrativa emocional íntima y perfectamente medida para aquellos momentos en los que hay que hacer énfasis en el drama. Los puntos que no me han convencido han sido ciertos usos de la música -secuencias que, a mi parecer, requerían una música más ambiental/inmersiva o quizás, simplemente, eliminando la extradiegética e imbuir a los personajes en un entorno más naturalista-, el estancamiento narrativo existente al comienzo, en el que la directora decide detenerse con situaciones baladíes e intrascendentes para la trama; y el constante temblor de la cámara en escenas que demandaban, tal vez, un plano fijo estático y una mayor distancia entre la cámara y el punto de acción -siempre he sido de la opinión de que si la cámara se mueve tiene que ser con algún tipo de intencionalidad narrativa-, y en algunos momentos se requiere esa inestabilidad causada por el temblor, es cierto, pero no durante todo el metraje y más, cuando las partes reflexivas exigen un mayor reposo, tanto narrativo como visual.
El film transcurre en la Argelia actual, donde nuestra protagonista, Houria, una bailarina de gran talento y asfixiada por las necesidades económicas, decide recurrir a las apuestas en peleas ilegales para poder salir adelante. Toda su vida dará un vuelco cuando el oscuro ambiente ligado a este mundo de criminalidad, le cambiará su vida para siempre. Houria se verá obligada a encarar la vida de una forma completamente distinta, lo que le llevará a ver el mundo con unos nuevos ojos; a través de la danza, la observación y las dinámicas de autoconocimiento social, podrá, ligeramente, atisbar qué es eso de vivir.
Houria, a pesar de unos fallos que lastran enormemente las virtudes del film, es el síntoma inequívoco de que el camino que tiene que encarar el cine del siglo XXI es el de la verdad, el de lo interior. Se pueden hacer obras malas o regulares, pero siendo fiel, honesto y sincero frente a la cámara -la cámara nunca miente, la cámara sabe si das un paso en falso, el objetivo detecta el frívolo intento de contentar a alguien que no sea tu conciencia. No se puede disociar el microcosmos del autor, su filosofía, su experiencia de su obra. Houria es una sinfonía de un tiempo, tiempo de dolor, de revelaciones; un relato incólume al tiempo. Houria rebosa amor por el arte, por la poética del mundo, por una lírica que nos permite sobrellevar la angustiosa cuestión de interpelar los estragos continuos del sufrimiento vital.