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Entrando ya casi en el primer cuarto del S.XXI, nada parece sorprendernos en cuanto a la industria de Hollywood se refiere: productos de factoría, secuelas, precuelas, remakes, spin-off… toda una amalgama de “estímulos”, que lejos de entretener -anteriormente, en el viejo Hollywood, al menos, se daba la existencia de productos comerciales, pero con un regusto de artesanía, calidad e implicación, que de alguna forma, minimizaban los pecados que el entretenimiento adolece-, hacen difícil una convivencia amistosa entre un espectador tibiamente exigente y películas ligeras de 90 minutos. Y como viene siendo la tónica de estos tiempos modernos, el estupor ha sido mayúsculo.
Todo Sobre Mi Padre es el vacío más absoluto. Aspectos como la dirección, el montaje, la fotografía o la narrativa son cuestiones irrelevantes, ya que la película carece de cualquier tipo de formalismo que nos pueda hacer discrepar de sus usos; la única reglamentación que posee es la famosa expresión de “película algoritmo”. Soy muy esquivo y contrario al uso de este tipo de concepciones generalistas, pero en este caso el término es extremadamente preciso. Una película construida bajo los parámetros de un público infantilizado, intelectualmente poco exigente y con una necesidad imperiosa de “evadirse y desconectar”.
Esta historia nos cuenta la relación de Sebastian y su padre, Salvo, un inmigrante italiano que fue en busca del “sueño americano” y dar a su familia un bienestar que él careció de niño. Padre e hijo, muy apegados a las costumbres italianas, deberán lidiar con la novia de Sebastian, Ellie, y su familia, cuyos valores y costumbres son deudoras de los primeros colonizadores británicos en Norteamérica. Sebastian deberá afrontar las diferencias entre su padre y la familia de Ellie para poder convivir tanto con ella como con su padre.
Una película cuyo humor es ridículo, absurdo y carece de buena escritura -aunque he decir que pude presenciar a personas de 20-30 años e incluso de 60 años siendo víctimas inconscientes de una comedia tremebunda y soporífera-, lo siento, no es para mí. Con estas palabras me gustaría invitar a la reflexión, asumiendo la posición tan humilde de este medio, a los altos tabernáculos de la crítica española e internacional: hay que ser inmisericorde (desde el espectro más objetivo posible) con aquellos productos -no hablo ya de cine- que deshonran el buen nombre del mundo cinematográfico; parafraseando a Robert Bresson: “Llamarás buena a la película que te dé una idea elevada del cinematógrafo”.