'La mujer de Tchaikovsky': en las entrañas de una obsesión y de un mito derrocado

'La mujer de Tchaikovsky': en las entrañas de una obsesión y de un mito derrocado

5 Butacas de 5

La mujer de Tchaikovsky, estrenada en cines este 21 de abril, es una obra de arte de Kirill Serebrennikov, cineasta que causa repulsión en el Kremlin, empezando por el presidente, Vladímir Putin, y por Kirill Gundyaev, patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, que consideran que nutre una “propaganda occidental” que supuestamente vulnera “los valores rusos” … ¿Su delito? Visibilizar en varias de sus creaciones la situación de los homosexuales, entendiendo que son sujetos de los más elementales derechos humanos.

En pleno contexto de la invasión rusa de Ucrania, puede imaginarse la tensión que genera en su país natal una cinta en la que se señala a uno de sus grandes símbolos nacionales y, ni más ni menos, que se rasca en su condición de mito para, tras bajarle del frío pedestal, ahondar en su condición humana. Es así como, durante dos horas y media, nos topamos con Piotr Ilich Tchaikovsky, el genial compositor que marcó la música clásica mundial en la segunda mitad del siglo XIX y que, además de todo eso, fue un hombre. De carne y hueso. Con sus matices. Con sus miserias.

Porque Tchaikovsky, que sentía aversión por el simple hecho de imaginarse en el lecho junto a una mujer, no se movía tanto por la misoginia, sino por su condición de homosexual. Una identidad que ni él mismo aceptaba a veces para sí mismo en la conservadora Rusia zarista… De esa lucha íntima, en un momento de debilidad y de querer mostrarse ante los demás como “un ruso completo”, llegó su inesperado matrimonio con la también música Antonina Miliukova.

Y aquí es cuando Serebrennikov echa a volar la magia, mostrándonos en su plenitud a dos personajes guturales. Por un lado, el mito, interpretado por un fantástico Odin Lund Biron, que sabe captar el drama profundo de quien se sabía llamado por el destino y que, como muchos otros grandes artistas a lo largo de la Historia, era brutalmente sensible al plasmar su obra, pero todo un compendio de frialdad y egoísmo en sus elementales relaciones con sus semejantes.

Por el otro, una electrizante Alyona Mikkhaiolova, que se mete por completo en el cuerpo y en el alma de quien, una vez abrazada la eternidad por el simple hecho de ser la mujer de Thaikovsky, se negó a afrontar la lógica de un divorcio salvador y se condenó a una existencia de sufrimiento y humillación con tal de no dar su brazo a torcer. Es una obsesión, sí, pero es mucho más que eso… Y, seguramente, aún no se ha inventado la palabra que defina en su plenitud lo que en esta obra vemos.

La película consigue sumergirnos en una atmósfera, la de la última Rusia zarista, que ya plasmaron Dostoievski o Tolstói en el negro sobre blanco. Pero es que aquí la vemos con nuestros ojos… La olemos, la palpamos. La sentimos. Es una Rusia trágica y, dentro del sufrimiento, fascinante por su auténtica humanidad.

Y sí, también por su belleza. Porque La mujer de Tchaikovsky ya valdría la pena solo por su primera escena, cuando la viuda del genio llega hasta su capilla ardiente y siente el odio helador de todos los allí presentes. Pero Serebrennikov nos regala dos horas y media de un alud de sentimientos: de deseo agónico, de perversión perturbadora, de almas rotas. De pura vida.

¡Viva el cine que nos remueve y nos hace estremecernos en la butaca sin necesidad de sustos o efectos! Simplemente, asomándonos con pureza a las entrañas de los mitos que son, al fin y al cabo, solo hombres.