3 Butacas de 5
Es indudable que Eduardo Casanova es uno de los cineastas más peculiares del panorama cinematográfico español actual. Tampoco podemos negar que cuenta con suficientes señas de identidad como para considerarlo un autor de pies a cabeza, uno de los cada vez más escasos artistas fílmicos que pueden plasmar en imágenes cualquier idea que visite su cabeza, siempre desafiante y provocadora. Así pues, la combinación del color rosa con lo antinatural, lo esperpéntico, lo grotesco y lo bizarro configura el sello distintivo de Casanova, que con La piedad nos otorga otra de sus personalísimas obras, un regalo envuelto en humor negro cuyo interior nos introduce en una pesadillesca historia de toxicidad maternofilial que lleva al límite la ponzoñosa relación entre sus dos protagonistas (unos estupendos Ángela Molina y Manel Llunell, que ofrecen lo mejor de sí mismos), un relato que, como en los anteriores trabajos del director de Pieles (2017), encuentra su mayor virtud en la hipérbole, en la exageración, sobre todo cuando busca (y encuentra) el humor en la tragedia.
Y es que, ante todo, La piedad es una tragicomedia que hunde los mayores miedos y terrores imaginables (e inimaginables) en las aguas más cristalinas, aunando lo escatológico con lo elegante, lo irracional con la pulcritud formal (la fotografía, el diseño de producción y la elección de planos vuelven a ser dignos de encomio), la perfección (o perfeccionismo) con la irregularidad. Al director madrileño no le importa insertar toda una prescindible subtrama llena de diálogos en coreano sin subtítulo alguno; tampoco le importa subrayar de manera patente e innecesaria unos obvios paralelismos entre la actitud dictatorial del personaje encarnado por Molina con el régimen norcoreano (vemos cómo los ciudadanos del país oriental, envenenados -literalmente- por el gobierno no pueden vivir sin su líder, al igual que el joven Mateo no puede vivir sin su asfixiante madre, paradójicamente llamada Libertad); asimismo, no le preocupa presentarnos una trama principal de corto recorrido y un conflicto central estancado en sí mismo; tampoco correr el riesgo de sobresaturar al público con tanta excentricidad concentrada en ochenta y cuatro minutos, pues sabe que la obra de arte contemporáneo que ha engendrado es una pieza de coleccionista destinada a su parroquia de seguidores, que no se conforman con los convencionalismos y la corrección política que tanto imperan en el cine del que Eduardo Casanova, como autor, ha ido huyendo desde aquel rompedor cortometraje llamado Ansiedad (2010). Solo ellos (o nosotros), sus fieles espectadores, pueden dictaminar si su fórmula se ha agotado o seguirá vigente por muchos años más.