3 Butacas de 5
Dos niños en una sala. Ella, tras sorprenderle al estar bajo la mesa, sola, le dice a él: “Estoy triste, soy bipolar”. Y él le contesta: “Yo soy TDAH”. Concluido ese aparente aldabonazo de tristeza, solo un segundo después, ambos preguntan al unísono: “¿Jugamos?”. Y se ponen a jugar muertos de la risa…
Esta escena puede reflejar perfectamente el alma de lo que es El otro Tom (2021), película mexicana dirigida por Rodrigo Plá y Laura Santullo y estrenada este 9 de septiembre en cines. Se trata de una denuncia contra el abuso excesivo de las farmacéuticas y de cierto modelo sanitario que, tras un diagnóstico, te encarcela. Te etiqueta y ya no eres dueño de ti mismo, sino que caes bajo la tutela del Estado.
Es lo que le ocurre a Elena (una brillante Julia Chávez), una madre soltera separada del padre de Tom (Israel Rodríguez), su hijo de nueve años y al que, cabreado con el mundo por no pasar más tiempo con ese padre idealizado por la distancia, le diagnostican un trastorno de conducta. A ello contribuye mucho una profesora sin ningún interés por el alumno (no conoce ni su nombre) y que se quita rápido el problema señalándole como “raro”. Ya sabemos todos lo que supone esa condena rodeada por otros niños…
La madre, inmigrante mexicana que ya no cree en el sueño americano y que solo trata de sobrevivir y tener alguna vía de escape (salir con sus amigas y fugaces encuentros sexuales con desconocidos), se mata a trabajar para salir adelante. Eso se traduce en horas interminables de soledad para Tom, alimentado muchas veces por la tele y por la comida precocinada.
Plá y Santullo plantean muchos temas de actualidad, como el difícil modo de abordar la salud mental sin las herramientas adecuadas, la narcotización excesiva de nuestra sociedad por las farmacéuticas o las atribuciones excesivas del Estado ante el individuo. Todo esto lo consiguen con un estilo naturalista y pausado, en el que aparentemente nos muestran sosegadamente la realidad y no toman partido.
Cosa que, evidentemente, sí hacen. Y se nota. Y es que, en sus 111 minutos de largometraje, apenas se muestran otros elementos que podrían contradecir esa visión en un debate sin duda complejo. Porque Tom es solo Tom. No hay otro Tom. Es un chico inteligente, con sensibilidad artística y que, en un contexto muy diferente, sería alguien destinado a triunfar.
Pero Tom, nuestro Tom, es solo un chico enfadado porque sus padres no viven juntos y no tiene mucho más tiempo para compartir con ellos. Ni siquiera parece echar en falta más cosas materiales, pues se conforma con la tabla de surf que le une emocionalmente con el padre lejano… La película acierta al mostrarnos un perfil de persona sana y a la que se arrastra tras haber sido etiquetado. Esto existe y hay que contarlo. Pero, al tratarse de un problema tan complejo y tan extendido en nuestro tiempo, donde todo se psicoanaliza y urge tener un adjetivo que nos presente al mundo, puede ser bueno aprovechar la oportunidad para incluir más matices humanos en el sentido opuesto.
El otro Tom no es maniquea, aunque sí asoma la pata (y da igual que sea la pata en la que nos podemos situar una mayoría). Vislumbra un problema gravísimo y pone las luces para verlo. Aunque, para abrazarlo por completo y ser un arcoíris con toda la paleta de colores incluida, aún faltan las luces largas. Tal vez en la siguiente película.