4 Butacas de 5
La llegada de “Adiós, Señor Haffman” a las carteleras españolas no podría haberse producido en un momento más (tristemente) oportuno. Y es que en tiempos turbulentos como los que estamos viviendo, la película del director galo Fred Cavayé funciona como una suerte de indagación en los aspectos más oscuros de la condición humana durante los periodos de conflicto. Concretamente, el director ha recuperado el más que manido “drama ambientado en la Segunda Guerra Mundial” para darle una pequeña vuelta de tuerca, alejándose del frente y las batallas para contar una historia centrada en aquellos que no llegaron a luchar en ellas pero sí las libraron de forma silenciosa.
Ese Señor Haffman al que hace referencia el título de la película no es ni más ni menos que un simple joyero con una pequeña tienda en el París de 1942, ya ocupado por los nazis desde hace dos años. Poco a poco, algo comienza a cocerse en la capital contra los judíos, sacados de sus casas a la fuerza y metidos en camiones hacia un destino incierto. Y Haffman, que también es judío, busca ponerse a salvo junto con su familia en la zona libre del país. Así que para asegurarse de recuperar su joyería cuando la guerra termine, decide vendérsela a su único empleado, François Mercier, a condición de que este se la revenda una vez finalizado el conflicto.
¿Quién es François? Un hombre corriente que únicamente desea dos cosas en el mundo: tener un hijo junto con Blanche, su mujer, y poder regentar algún día su propia joyería; anhelo que se cumple cuando Haffman le ofrece ocuparse de su tienda. Así, François, que no tenía nada, se ve de repente con casi todo lo que quiere; y en un alarde de osadía incitada por la llegada de un comandante nazi que compra frecuentemente en su negocio comienza a desear más y más. El personaje interpretado por un magnífico Gilles Lellouche se precipita entonces hacia una inexorable desintegración individual a medida que va vampirizando lentamente la vida de Haffman: primero su casa y su tienda, más tarde sus joyas y, por último, su identidad.
Y todo esto mientras el propio Haffman permanece escondido en su sótano, a expensas de la caridad de François y de Blanche. Porque aunque su mujer y sus hijos lograron salir de París, él nunca llegó a hacerlo. Con un guion que maneja a la perfección tiempos y sorpresas, la relación entre los tres personajes principales articula toda la narración mientras plantea dudas constantes al espectador acerca de la naturaleza del ser humano y su relación con la maldad: ¿cómo puede un hombre bueno volverse contra sí mismo y acabar repudiado por aquellos que le respetan y le quieren? ¿qué nos hace humanos, sino el amor hacia los demás y la esperanza de que haya algo mejor? Cuestiones que resuenan en nuestros tiempos y que valdría la pena hacerse más a menudo.