4 Butacas de 5
“Soy una madre desnaturalizada”, dice Leda, protagonista de “La hija oscura”, en una de las escenas finales de la película. Curiosa afirmación para definirse a sí misma, y sin embargo no puede dejar de resultar un tanto certera. Porque como exhiben los flashbacks que nos trasladan a su pasado a lo largo de todo el metraje, ciertas decisiones la han alejado de ser una madre natural, o dicho de otra forma, de cumplir con aquello que se esperaba de ella para-con ese rol.
Maggie Gyllenhaal tenía ante sí una tarea difícil cuando decidió debutar como directora y guionista adaptando la novela homónima de Elena Ferrante, en la que la maternidad se explora tanto como concepto general como dando cabida a la individualidad del término: una mujer, en un lugar y un momento determinados, y sujeta a unas circunstancias particulares –mejorables en muchos de los casos–. A Leda el espectador la conoce camino de sus “vacaciones de trabajo”, basadas en leer y preparar sus clases de Literatura Comparada mientras disfruta tumbada al sol en una tranquila playa de la costa italiana. Sin embargo, su pequeño oasis se ve pronto invadido por una estruendosa familia napolitana. A la protagonista le llaman especialmente la atención dos miembros de dicha familia: Nina, una joven madre de veintidós años, y su hija Elena, quienes mantienen una relación aparentemente idílica y llena de complicidad. Desde la Leda observadora la película nos traslada hasta aquellos tiempos en los que ella fue también una madre joven, mientras trataba de compaginar el cuidado de dos hijas pequeñas con los inicios de su carrera académica. Con los flashbacks se nos muestra así la ambivalencia de cualquier relación maternofilial: de los juegos y el lenguaje común que estos crean entre las tres a las peleas de las que se deriva un agotamiento físico y mental aumentado por la figura ausente de un marido que vive para su carrera porque se lo permite la existencia de Leda.
Esta coexistencia de opuestos se acaba extrapolando a toda la película, garantizando su maravillosa complejidad: en ella todos los personajes tienen defectos, no sólo los niños se portan bien o mal o tienen arrebatos que los llevan a tener una conducta irracional. Esto, por supuesto, favorece un retrato de las mujeres protagonistas que todavía suele ser poco común en la ficción contemporánea, en el que Gyllenhaal se permite explorar tanto con la cámara como con las actuaciones sus deseos, sus dudas y sus necesidades más allá de la maternidad. Hasta la afinidad entre Elena y Nina se acaba viendo mermada a medida que avanza el relato y el vínculo que las unía se desvanece. Porque al igual que Leda ve en Nina a su yo joven, Nina percibe en Leda una posible vía de escape a un cometido que quizás se le impuso demasiado pronto. La joven se ve invocada a transgredir su existencia, como ya le ocurrió a Leda hace mucho tiempo, inspirada por una mujer que le ayudó a comprender que en ocasiones la huida es la única solución posible. “La hija oscura” podría también añadirse como eslabón final a esta especie de cadena de despertares y reflexiones que rechaza una beatificación de la figura de la madre en favor de las contradicciones, los anhelos y la complejidad.