4 Butacas de 5
Recurriendo a un juego de palabras bastante fácil podríamos decir que el plato fuerte dentro de los estrenos de Filmin para estas Navidades va a ser “Hierve”, la nueva joya “indie” del todavía primerizo (aunque no por ello menos hábil) Philip Barantini. Con sólo otro largo en su haber (“Villain”, también disponible en la plataforma), el británico ha optado en esta ocasión por retomar la historia que ya trató en su primer trabajo como director, un cortometraje en el que el chef interpretado por Stephen Graham –el centro alrededor del cual orbitaba toda la vaina– se extraviaba en el estrés que supone liderar la cocina de un exclusivo restaurante londinense.
Recuperando esta premisa, Barantini no descuida tiempo en mostrar cómo el protagonista ha perdido las riendas de su vida y, casi por extensión, las de su cocina. Nada más llegar a esta se entera de que la calificación de su restaurante ha disminuido debido a la visita imprevista de un inspector, augurio negativo de todo lo que está por venir. A partir de entonces, el guion va introduciendo poco a poco los golpes a los que el chef y su equipo van a tener que enfrentarse, y aunque estos tengan una resolución fácil de prever, no por ello se pierden las tensiones argumentales y humanas que vertebran toda la película. De hecho, toda ella está configurada más bien como una suerte de bomba de relojería en la que al espectador y al los personajes se les dan pocos momentos para respirar, e incluso cuando estos suceden es imposible abandonarse a la idea de que algo dentro de esa cocina pesadillesca va a salir bien.
Barantini juega, por supuesto, con dos bazas fundamentales para que todo el armazón de la película se sostenga. La primera de ellas son las espectaculares interpretaciones, favorecidas por una concesión a la coralidad que no era posible en el cortometraje. Así, pese a que Graham está en el centro de todos los aprietos, el resto del elenco –en el que sobresale Vinette Robinson como ayudante de cocina– no hace más que aportar caos y aumentar los niveles de histerismo y crispación que se van acumulando en el interior del restaurante. Si a esto le sumamos que toda la cinta es un único plano secuencia de 92 minutos de duración con una cámara que no hace más que atosigar a unos personajes ya de por sí hastiados, es posible deducir que al final de la película lo primero que uno quiere hacer es respirar una buena bocanada de aire.
El director y su equipo logran conseguir, por tanto, lo que parece que se han propuesto a la hora de realizar este ejercicio de orfebrería cinematográfica: que el espectador sufra en sus propias carnes como aquellos que están trabajan en ese lujoso restaurante. Y que nos acordemos de todo lo que se cuece en la parte de atrás cada vez que salimos a comer o a cenar fuera.