3’5 Butacas de 5
‘Años de Sequía‘ comienza con una consecución de planos a vista de pájaro de los vastos campos, cultivos y bosques secos de la Australia profunda en la que sucede la historia. Casi evocando el fuerte impacto estético con el que La Isla Mínima (Alberto Rodríguez) nos hundía en las marismas del Guadalquivir, la altura hace que veamos los paisajes desde una perspectiva diferente y, con esta perspectiva, se convierten en algo diferente. Casi en un ente con vida propia, implacable, que lleva tanto tiempo falto de agua que la más mínima chispa podría provocar que las llamas, sin encontrar ningún tipo de obstáculo, lo devoraran todo.
Y esta amenaza de destrucción a punto de desatarse es la que atenaza a Kiewarra, pueblo natal del policía federal Aaron Falk, interpretado por Eric Bana, que regresa para enterrar a su amigo de juventud, Luke. Allí, se entera de que se suicidó tras matar a su esposa e hijo y así, las heridas de otra muerte violenta sin resolver en la que Falk pudo estar implicado hace veinte años se reabren.
Esta premisa resultará familiar al espectador medio, que podría esperarse una película mediocre de sobremesa, y sobre todo al lector ávido de novela negra, harto de protagonistas que vuelven a sus raíces para expiar sus demonios del pasado y acabar de paso con la tranquilidad de un pueblo a priori apacible. Y es que, si atendemos estrictamente a la trama, a aquello que sucede y hace avanzar la acción, Años de Sequía tiene cierto aire a novela de aeropuerto: esas con las portadas llenas de halagos, que ofrece un entretenimiento formalmente correcto, diseñado para leerse tan rápido como se olvida. Sin embargo, el director Robert Connolly consigue que Años de Sequía llegue mucho más lejos.
La película es un ejercicio de atmósfera ejemplar. La investigación del personaje de Bana consiste en recorrer casas de un espacio rural que parece vivir una maldición perpetua, con gente llena de rencores y segundas intenciones. La película evita las persecuciones y pistas falsas mil veces vistas para centrarse en una extraña conjunción de lo costumbrista y lo metódico, en un misterio que parece avanzar en mil direcciones y al mismo tiempo en ninguna.
El conflicto se desarrolla al mismo tiempo por dentro de nuestro protagonista, que a medida que recorre el lugar en el que creció le invaden recuerdos de cualidad fantasmagórica. Esta serie de flashbacks líricos, de juventud eterna y veranos tórridos, tienen como protagonista, casi encarnación bucólica del pasado, a Ellie (magnífica BeBe Bettencourt) la chica cuya muerte en circunstancias misteriosas persigue desde entonces a Falk. Los cuerpos sudados y carcomidos por el tiempo que vemos durante el resto de la película aquí pasan a estar siempre empapados en el río, llenos de energía vital. En sus mejores cotas, estos recuerdos parecen invocar la brisa inaprensible pero inmediatamente perceptible de la obra maestra de Peter Weir Picnic en Hanging Rock en la que el misterio siempre está en el aire, podemos atisbarlo por la grieta entre dos rocas, pero nunca llegar a tocarlo.