'El Último Duelo': del honor en el barro y el regreso del descarriado

'El Último Duelo': del honor en el barro y el regreso del descarriado

4’5 Butacas de 5

Es inevitable señalar las similitudes que guarda El Último Duelo con Rashomon, de Akira Kurosawa: ambas fragmentan su narrativa en tres testimonios durante un juicio para desentrañar la verdad de un crimen violento, en el caso que nos ocupa, la violación de la mujer de un caballero a manos del antiguo amigo y compañero en armas del mismo. Aun así, más allá de estos paralelismos epidérmicos, la nueva película del últimamente extraviado Ridley Scott me ha hecho recordar otras dos obras totales de un gran maestro nipón: Harakiri (1962) y Samurai Rebellion (1967), de Masaki Kobayashi. Y es que el enfrentamiento a muerte, tanto físico como de voluntades, entre Jean de Carrouges (gran Matt Damon, estoico por fuera pero acomplejado por dentro) y Jacques Le Gris (totémico Adam Driver, que lleva tiempo aburrido de jugar él sólo en la liga de Day-Lewis) evoca esos duelos a katana entre dos fuerzas absolutas, en los que el honor valía más que la propia vida.

Sin embargo, lo que en las películas de Kobayashi se traducía en una crítica a la hipocresía y flaqueza de este mismo código de honor, en El Último Duelo se convierte en una fachada testosterónica a la que Marguerite de Carrouges (Jodie Comer) se ve obligada a recurrir para defender su vida, más que su honor. Podemos apreciar, precisamente, cómo a lo largo de toda la película las interpretaciones de Driver y Damon son mucho más físicas, sus emociones siempre son visibles en sus movimientos y las verbalizan de forma explícita. Comer, por otra parte, se muestra siempre mucho más contenida, expresiva a través de sus miradas y de lo que no llega a decir.

Scott, consciente del poderío de su elenco y de la contundencia de su estructura, decide poner el piloto automático durante buena parte de la cinta, narrada en espacios íntimos en los que todo se verbaliza en series de planos cerrados y contraplanos ágiles pero repetitivos en su mayoría, que son capaces de sostenerse gracias a la fuerza de sus protagonistas. El director está más centrado en enarbolar todo lo que rodea al conflicto de la mejor manera posible que en hacer crecer la narración a través de sus decisiones de puesta en escena. Sin embargo, esta discreción formal con poca inventiva se rompe en secuencias de acción que son puro músculo visual: todo es suciedad y brutalidad, cada paso, cabalgada y golpe de De Carrouges y Le Gris hace que su presencia crezca enormemente en la pantalla.

Y a pesar de la austeridad narrativa que gobierna en El Último Duelo, Scott se las ingenia para plasmar la retórica de cada personaje en los puntos de inflexión de la historia, en aquellos que condicionan el punto de vista de cada personaje. El testimonio de todos ellos está marcado no por contradicciones, sino por matices: un beso de cortesía será más o menos efusivo, unas ofensas al honor más o menos graves, y una enemistad más o menos justificada en función de quien narre todo ello. Y aunque Scott deja claro que La Verdad es la de ella, esto no se utiliza de forma tramposa para desmontar todo lo que hemos visto durante las dos horas anteriores. El testimonio de Comer es el que, de nuevo, matiza y esclarece todo lo que habíamos visto hasta ese momento, resolviendo todas las elipsis y saltos temporales que fragmentaban la narración. Así, lo que el personaje de Adam Driver nos mostraba como un divertimento hedonista sin otro objetivo que fagocitar su masculinidad con la mujer de su rival, se revela como una brutal secuencia de violación, impactante, sin concesiones.

Es el último acto, durante ciertos momentos del testimonio de Comer, en el que los recovecos que caracterizaban hasta ese momento cada punto de vista se desdibujan. El guion de Damon y Affleck pasa a subrayar con metáforas no demasiado sagaces (Damon golpeando a un semental para que no monte a su yegua) la situación opresiva que vive Marguerite. Los matices desaparecen y todo está al servicio de dar la razón a la protagonista, cómo si sus autores se preocuparan en demasía por dejar claro su posicionamiento ante el conflicto que plantea la película.

Sin embargo, estas imperfecciones no hacen peor a El Último Duelo. Creo que debemos celebrar esta película de fuerza monolítica porque, ante todo, supone el reencuentro de un viejo maestro con un pulso y vigor cinematográficos que le habían abandonado hace tiempo. Vuelve el hijo pródigo.