5 Butacas de 5
Decía Murakami que cuando un director realiza una película, tiene que estar decidido a cambiar el mundo con ella. Incluso a sabiendas de que quizás nada vaya a cambiar en realidad. En el largometraje que Jonás Trueba ha realizado junto con más de trescientos jóvenes españoles no sólo se percibe la intención de transformación a la que hacía referencia el japonés, sino que además esta se entiende como una forma necesaria de reivindicación. O lo que es lo mismo: sólo la mera existencia de esa disposición a cambiar el mundo es suficiente, ya que al final nos daremos cuenta de que nadie nos impide hacerlo. Y nos lanzaremos a ello.
Ahora bien… ¿cómo empezamos? Los protagonistas de la película tienen mil respuestas para esta pregunta, y todas ellas son profundas, inteligentes y complejas. Esto es, de hecho, lo que trata de mostrarnos el director durante todo el metraje: que los jóvenes necesitan que alguien los escuche, porque tienen ideas y están dispuestos a compartirlas. Así, en “Quién lo Impide” nos dan permiso -a nosotros como espectadores, y a Trueba como adulto- para adentrarnos en su entorno. Los vamos conociendo poco a poco desde la colectividad: con sus amigos, en sus quedadas, en sus viajes; y desde ella accedemos a sus yoes más íntimos. Vaya por delante que esto supone un gesto de valentía enorme: los protagonistas -ninguno de ellos actores profesionales- se abren por completo delante de la cámara. Al igual que lo hace el propio director (aunque en su caso no lo veamos), porque para acceder al interior del otro hay que estar dispuesto primero a que el otro acceda a nuestro interior.
Esta sensibilidad de la que todos los participantes hacen gala va impregnando lentamente las imágenes, y para cuando el espectador se quiere dar cuenta ya no está viendo un documental acerca de lo que supone ser joven, sino que lo está experimentado de primera mano gracias a dos historias de amor maravillosas. Y es que esta es otra de las características de “Quién lo Impide”: es un largometraje híbrido que fluye de manera orgánica desde el registro testimonial hacia la ficción para acabar diluyéndose en una apología a que nadie nos impida vivir como nos de la gana.
Al terminar, uno sale de la película con la satisfacción de haberse reconocido en las imágenes. Y creo que esto ocurre tanto si eres joven como adulto. Porque la propia construcción del documental es, al final, un mero reflejo de lo que todos y todas somos: diferentes, complejos y mutables.