3’5 Butacas de 5
Después de estrenarse en la última edición del Festival de Cannes, donde compitió en la Sección Oficial, llega a otro festival, el de San Sebastián, la última película de Joachim Lafosse: Un amor tranquilo, un film tan bicefálico como el comportamiento de su personaje principal. Y es que hay que decir que la cinta que nos ocupa es, ante todo, un drama; un drama sobrio, casi siempre seco y en todo momento centrado en el día a día de la familia que protagoniza el relato, sin cabida ni hueco para las subtramas, pero sí para la amabilidad y la comicidad en ciertos pasajes del metraje. Así pues, Lafosse aprovecha una enfermedad como el trastorno bipolar para presentarnos una obra con dos caras: por un lado, el sufrimiento de una familia que ve cómo su realidad como unidad social se fisura más y más a medida que pasan los días; por otro lado, el amor que prevalece ante las adversidades y que funciona como motor para que la vida continúe pese a las dificultades y como pegamento para que esas grietas en las paredes de esa casa que es la familia parezcan menos gruesas de lo que son.
Este amor, palabra que aparece, con buen tino, en el título español del filme, es el que da sentido a la acción (y no-acción) de la película; es el que mueve a los protagonistas en una dirección u otra en un abrupto viaje lleno de altibajos sin rumbo fijo. Y aquí es donde entra en juego el título original de esta película belga: Les intranquilles, que también va en doble dirección, pues define por un lado el comportamiento del padre de familia y la situación convulsa en la que está instalado el grupo con motivo de su enfermedad y por otro el estado de ánimo del espectador, que, por poco que entren en esta inquietante propuesta, empatizará con el personaje de Damien Bonnard (espectacular en su papel) desde los primeros compases de la cinta. Así las cosas, podemos decir que, en su tambaleante historia, Un amor intranquilo contagia al público el caos emocional que viven sus protagonistas sin perder el equilibrio interno en ningún momento; es decir, lo que vemos nos agita, hasta nos puede incomodar, pero Lafosse acierta a la hora de retratar la enfermedad sin abruptos ni exaltaciones. Lo fácil hubiera sido caer en el histrionismo que tanto gusta en otros lugares (y a lo mejor Bonnard hubiese optado por ciertos premios tan vacuos como artificiales), pero el director de Los caballeros blancos y los co-guionistas de la cinta que nos atañe nos sitúa en su realidad sin aspavientos, haciendo evolucionar al protagonista (y lo que lo rodea) in crescendo, poco a poco, hasta que la situación nos supera, nos asfixia. Y es aquí donde la película nos mete en el bolsillo. Cuando termina, nos falta el aire, pero nos queda la sensación de haber visto una gran película. No por unas situaciones estrambóticas que aquí no hallaremos, sino por su equilibrio dentro del caos.