4 Butacas de 5
Una década después de que se demoliese la última torre del marginal Cabrini Green de Chicago, el pintor Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) y su novia, la galerista Brianna Cartwright (Teyonah Parris), se mudan a ese mismo barrio, ahora gentrificado y centro de una intensa vida artística. Inspirado por la truculenta historia del lugar, Anthony pone fin a una larga sequía de ideas resucitando en sus lienzos el legado del mayor icono surgido en Cabrini Green: Candyman, una figura de pesadilla que, según la leyenda, asesina a todo el que pronuncia su nombre cinco veces frente al espejo. Pero, para su sorpresa, al inaugurar su obra no todas las reacciones son positivas. “Demasiado poco sutil”, afirma con desdén una crítica. Demasiado visceral, demasiado moralista. Maniquea, incluso.
El mayor mérito de Jordan Peele y Nia DaCosta consiste haber modelado su película siendo plenamente conscientes de los motivos por los que iba a ser señalada. Porque sí, Candyman es de todo menos sutil, y no solo por la cantidad de sangre que se derrama. La primacía del gore frente a la tensión psicológica puede interpretarse como una declaración de intenciones: no es tiempo de sugerir, sino de mostrar. En consecuencia, Candyman es un grito al aire que denuncia la historia de la comunidad negra en Estados Unidos y que, a la vez, sirve de catarsis para un dolor acumulado durante generaciones. El trauma colectivo como combustible de la leyenda urbana y su manifestación sobrenatural. Una genialidad.
Esa idea de legado enlaza la historia de la película con su propia condición de secuela. El Candyman de 1992, firmada por un director blanco, fue el primer slasher de éxito que contaba con un asesino negro, lo que la situó en el centro de una acalorada polémica. “No creo que le guste a Spike Lee”, llegó a declarar su protagonista, Virginia Madsen. Casi treinta años después, Peele y DaCosta se reapropian de aquel discurso para darle un enfoque fiel al lore de la original, pero mucho más ambicioso en su intencionalidad y subversivo en su resultado. Como le sucede a Anthony, es evidente que ambos sienten una conexión personal con la leyenda que no puede explicarse, solo transmitirse. La imagen del espejo, omnipresente en toda la saga, es el símbolo perfecto para una película obsesionada con las perspectivas cruzadas y con la dirección de nuestra mirada. Y si el arte se revela como el vehículo ideal para mantener vivas las historias, el poder del nombre (que propicia la invocación ritual del espíritu vengativo), explicita también la importancia de que sus protagonistas no caigan en el olvido.
Sin ánimo de entrar en un análisis más detallado (que exigiría, bueno, destripar gran parte del argumento), la nueva Candyman es tan autoconsciente y gana tantos matices al leerse en clave metaficcional que se le perdona eso de que su discurso no deje nada a la imaginación. Muchos la encontrarán demasiado “política”, que es el apelativo informal que emplean quienes se sienten amenazados por cualquier cosa protagonizada por mujeres, negros y demás seres de fantasía. Sobre esto, es justo mencionar que la fecha de estreno original estaba prevista para junio de 2020; es decir, apenas cinco días después del asesinato de George Floyd, detonante definitivo de la expansión del movimiento Black Lives Matter. Solo podemos especular con el impacto que Candyman habría tenido si la pandemia de Covid-19 no hubiese obligado a posponerla. Pero queda claro que la urgencia de su mensaje, tan dolorosamente profético, está más que justificada.
¿En qué posición deja toda esta carga sociológica y moral a los fans de la saga original? Pues en la mejor posible, incluso si todo lo que acabo de decir no te importa nada en absoluto. La nueva Candyman, pese a que tanto el título como el material promocional invitan a pensar en una especie de remake, es secuela directa de la versión de 1992, y cuenta incluso con la participación de varios de los actores originales (incluido Tony Todd, el primer hombre del gancho). De nuevo, el enorme cariño de Peele y DaCosta hacia la obra de Bernard Rose es evidente, y sus nexos y guiños harán las delicias de los admiradores del slasher noventero. Pero lo mejor es que la de 2021 puede disfrutarse de forma independiente (es más: varias sorpresas de la última dejan de ser tales si has visto la primera…), lo que la hace ideal para enganchar a una nueva generación. Al margen de su indiscutible valor como objeto de análisis y discusión, esta Candyman no deja de ser una dignísima película de miedo de las de toda la vida, con un ritmo y convenciones narrativas propias del cine de entretenimiento. Si ya tenía mérito su inteligentísimo uso del medio cinematográfico y su comprensión del género de terror (y de la saga en particular), hacer cine de denuncia social desde las estructuras y lugares comunes del Hollywood más comercial no se queda atrás. Un triunfo doble por parte del equipo de Peele y DaCosta.