3 Butacas sobre 5
A Alejandro Amenábar le gustan los retos, parece claro. A este director que tocó el cielo con su ópera prima recién salido de la facultad se le pueden reprochar muchas cosas, pero no su intento por reinventarse con cada nueva película. Se ha movido por géneros y presupuestos varios, con repartos modestos y otros repletos de estrellas. Podría argumentarse, no obstante, que lo camaleónico de su cine se debe a una falta de estilo propio, a una escasa visión personal que trata de compensar ejecutando impecablemente productos de empaque. Que el primer Amenábar fue un espejismo.
Siguiendo esta lógica, no podríamos definir como valentía lo que ha llevado al director de Tesis a levantar proyectos de tanto empaque. Lo que intentaría con ello es tapar sus carencias como cineasta aprovechado que cuenta con una cantidad de medios al alcance de pocos cineastas españoles. Y que llegó un punto en el que ni siquiera esto fue suficiente para cubrir unas vergüenzas que muchos ya intuían en Ágora, pero que acabaron por dinamitar su cine en Regresión. ¿Es o no es entonces un “acto de valor” que su siguiente largometraje tras semejante fracaso sea una película centrada en el tema más (injustamente) vilipendiado de todos a los que se acerca el cine español?
Con Mientras dure la guerra Amenábar demuestra que ni él mismo lo tiene claro. Se trata de una cinta preocupada por contentar a todo el público, temerosa de ser acusada de partidista, empeñada en ser ambigua. Paradójicamente, echando mano para ello de una brocha gorda constante. Amenábar ha decidido caminar sobre un alambre, sí, pero a centímetros del suelo. Una intención presente desde el momento en el que el filme decide relatar los momentos inmediatamente posteriores al Golpe de Estado de 1936 desde la perspectiva de Miguel de Unamuno. Como si para Amenábar la ambivalencia solo pudiese transmitirse a través de un intelectual considerado de ideología difusa por la historia oficial.
Pese a ello, en sus comienzos la película esquiva muchos de los males que asolan a este tipo de propuestas. Podría esperarse que el director de Los otros hubiera cedido a las presiones de grupos derechistas, optando por blanquear o rodear de épica a Franco y el resto de golpistas. No es el caso, aunque está cerca de ello en las escenas familiares del dictador, y Amenábar deja claro quienes fueron los responsables sin necesidad de caer en un dibujo excesivamente maniqueo (salvo en el caso del Millán Astray encarnado por un salvaje Eduard Fernández, el personaje más excesivo de la cinta). Sí que peca de un mal muy extendido: la equidistancia. El filme traslada por boca de Unamuno un reparto de culpas que se mantiene hasta la última secuencia. pese a la evolución que en principio ya ha experimentado el personaje (comienza apoyando el Golpe).
De hecho, Mientras dure la guerra no consigue retratar de forma fluida el viaje que experimenta una mente tan compleja como la de Unamuno. Para mostrarlo, Amenábar se ve obligado a explotar recursos como una invasiva banda sonora o unas fallidas escenas oníricas, pero todo huele a artificio (algo que ocurre en general durante toda la película, con una imagen demasiado pulcra y luminosa). Lo que es encomiable es el esfuerzo de Karra Elejalde, cuya transformación impresiona. Está más irreconocible que nunca, y si su Unamuno es capaz de conectar con el espectador es gracias a él.
Mientras dure la guerra se ve ahogada por su objetivo de retratar los dos lados de un país sin herir a ninguno de ellos. Porque España, como cualquier país, no puede resumirse en dos posturas, y las posturas no siempre pueden darse la mano. Por eso la escena más lamentable de la película es una secuencia elaborada, acompañada de una empalagosa música, en la que Unamuno se enzarza interminablemente con un amigo sobre “política” (así en general, nada en concreto). Como si discutir es lo que uniera a este país, pero en el fondo todos fuéramos iguales y todas las posturas valiesen lo mismo (nada). Como si esto fuera un anuncio de Campofrío.
La mejor escena de la película, por contra, pone de manifiesto la complejidad de eso que podría llamarse “ser español”. A instancias de Franco, un grupo de soldados sustituye la bandera republicana por la bicolor. Millán Astray ordena que aquel que sepa alguna de las versiones del himno de la España monárquica comience a cantarlo. Poco a poco, empieza un coro en el que se escuchan varias versiones distintas, mientras la mayoría de soldados simplemente silba o tararea un himno eternamente ausente de letra. La secuencia persigue comunicar algo muy similar a la anteriormente citada (a los españoles nos caracteriza no ponernos de acuerdo en nada), pero la ejecución es mucho más brillante.
Una prueba de que en algún lugar de este drama correcto y fallido, entre tanta ambigüedad fingida y tantos pasos en falsos de su director, había una buena película sobre lo rematadamente difíciles que somos los españoles.