2´5 Butacas de 5
¿Qué clase de desgracia será esta vez la que amenace con destruir a la humanidad? En Greenland lo que tocan son meteoritos, pero podría haber sido cualquier otra cosa. Volcanes, terremotos, robots gigantes, alienígenas, huracanes, tiburones, huracanes con tiburones… Parece que el cine de catástrofes ha llegado a un punto de encasillamiento tal que lo único que diferencia unas propuestas de otras reside en la premisa, y esto puede generar dos reacciones opuestas en los cineastas: abrazar el modelo de blockbuster veraniego y centrarse en ofrecer el mayor espectáculo posible, o bien renunciar a él y convertir el cataclismo en una excusa para explorar a los personajes que lo sufren.
Greenland se decanta por la segunda opción: aunque no faltan escenas de destrucción ni frenéticas secuencias en las que los protagonistas escapan como pueden de una lluvia de CGI, que nadie espere una fanfarria visual a lo Roland Emmerich o Michael Bay. En su lugar, Ric Roman Waugh y Chris Sparling (director y guionista, respectivamente) se centran en abordar el drama de un matrimonio al que el fin del mundo le pilla en pleno proceso de divorcio, pero que buscará la manera de reconciliarse cuando a él (Gerard Butler) se le entrega un salvoconducto del gobierno para acudir un búnker junto a su mujer (Morena Baccarin) y su hijo (Roger Dale Floyd).
El problema es que, bajo esa pretensión de innovar, Greenland no deja de ser más de lo mismo. Tanto el paralelismo entre la ruptura de la institución del matrimonio y la destrucción causada por los meteoritos como los recursos narrativos de los que se alimenta la trama (la figura del padre ausente, la enfermedad crónica del niño, etc.) son tópicos que hemos visto demasiadas veces como para no saber por dónde van a ir los tiros en todo momento. Y la preocupación por reflejar interioridad de los personajes también es engañosa: su desarrollo está limitado a una reconciliación forzada por las circunstancias y que llega demasiado pronto, y el resto de la película solo se dedica a regodearse una y otra vez en los mismos temas. Butler y Baccarin se esfuerzan, pero sus interpretaciones acaban cayendo en la monotonía por esto mismo.
La parte dramática, de Greenland, en definitiva, no funciona. Es más: aburre, porque dos horas de película son demasiadas para lo que se nos quiere contar. Y aquí es donde aparece el segundo gran inconveniente de la cinta, que es que, al haber sacrificado la espectacularidad visual en beneficio de un acercamiento más intimista de la catástrofe, ni siquiera sirve como producto de evasión. El resultado es una especie de monstruo Frankenstein cinematográfico construido a base de trozos de otras obras y que ni es un blockbuster veraniego ni es un drama solvente. Al margen de que le sobre al menos media hora de metraje (construida, por cierto, a base de giros absolutamente innecesarios), a Greenland le habría venido bien no querer aspirar a más de lo que estaba a su alcance. Un blockbuster honesto y consecuente con lo que ofrece siempre será preferible a una superproducción disfrazada de (mal) cine de autor.