4 Butacas de 5
En la escena más emotiva de Estaba en casa, pero…, los personajes se mueven por distintos escenarios (un bosque, una habitación de hospital y un museo) mientras suena Let’s Dance, el mítico tema de David Bowie. Se trata sin embargo de la versión de M. Ward, mucho más calmada y desgarrada. Una adaptación que parece detener la canción original de Bowie y resguardarla en un lugar más íntimo, despojándola así de su espacialidad y su temporalidad originales. Un ejercicio similar es el que propone en su última película la cineasta alemana Angela Schanelec, una de las figuras más destacas de la Escuela de Berlín (movimiento cinematográfico en el que también se inscriben Christian Petzold, Maren Ade o Ulrich Köhler). En ella lleva al extremo sus postulados formales, supeditados a la búsqueda de un cine en el que lo narrativo se acelera o desacelera en función de las necesidades anímicas o sentimentales de sus personajes.
En este caso, Schanelec aborda el duelo de una mujer y sus dos hijos tras la muerte del padre de familia. No muestra sin embargo este fallecimiento, ni el funeral, ni siquiera a los personajes hablar directamente de ello. No hay negro ni señales de luto. Pero el sentimiento de vacío recorre las imágenes y sonidos de Estaba en casa, pero… Un acercamiento ambiguo y sutil a la ausencia que recuerda al cine de otra importante cineasta contemporánea, Milagros Mumenthaler. En especial a su ópera prima, Abrir puertas y ventanas (2011), por cuanto en ambas el sentimiento de pérdida se percibe todavía reciente y omnipresente, por mucho que se intente enterrar. La idea de un largo(2016), segunda película de la directora argentina, desplaza en cambio su foco a la indagación para el cierre definitivo de una herida, un viaje al pasado con el objetivo de aprender a convivir con una muerte que ya se sabe imposible de obviar.
La de Estaba en casa, pero… es una ausencia que sigue atenazando. Se palpa en el deambular sin rumbo de la protagonista, interpretada por Maren Eggert, habitual colaborada de la directora, que encuentra todo tipo de dificultades incluso en la compra de una bicicleta de segunda mano. Una ausencia quizá irrepresentable (del esposo y padre enfermo vemos solo el contraplano: su familia tratando de animarle bailando al ritmo de Let’s Dance), como debate con un director, amigo de su difunto marido, que realizó una película en la que coincidían actores y enfermos terminales reales. “Actuar es liberarse, y representar la muerte es evitarla [….] La bailarina está fingiendo, es todo artificio. La enferma no puede fingir nada. En el encuentro entre las dos se ve lo falso y vacío que es actuar”, argumenta el complejo personaje que encarna Eggert.
A Schanelec le interesa, más que la propia pérdida, la incógnita y la soledad que llegan después. Ahí están las miradas de compasión que recibe la mujer cuando visita a los profesores de su hijo, transmitidas a través de un plano más que fijo congelado: desde que se percatan de su presencia los tres hombres con los que comparte el espacio quedan paralizados, observándola. Un plano cuya precisa disposición de los personajes, dispersos en el encuadre aunque el escenario no sea demasiado amplio (la entrada de una sala de profesores), remite a la puesta en escena teatral que la directora conoce de primera mano: es el medio en el que se instruyó.
No obstante, ha sabido trasladar y adaptar sus códigos a los del cine. La obra de la alemana se engrandece de la “infiltración” del teatro en sus formas, al mismo tiempo que se adapta a las particularidades del medio cinematográfico. Los arrebatos de los personajes, por ejemplo, suceden a veces en pantalla (la escena de la cocina sucia), pero en otras ocasiones Schanelec utiliza el fuera de campo y, especialmente, una brusquedad consecuente en el corte: cambia de un plano a otro en el momento más insospechado, sin establecer una aparente vinculación causal entre ambos.
Esta relación va desvelándose, si es que existe, poco a poco y, cuando casi lo tenemos, un nuevo “arrebato” traslada al espectador a otro plano. La mencionada escena en la sala de profesores también sirve como ejemplo de esta relación velada. Viene precedida por otra en la que dos compañeros de clase sí se atreven a consolar directamente a la hija de la protagonista. Para mostrar cómo las distancias emocionales aumentan cuando crecemos, Schanelec escoge un encuadre más abierto en el plano que implica a los adultos, aumenta la distancia física entre los personajes y ancla cada uno a su espacio particular.
En este sentido es muy curioso cómo Estaba en casa, pero… parece intercambiar los papeles de niños y adultos. Dos profesores utilizan el atrezo de una representación infantil de Hamlet para una cómica lucha de caballeros. Los alumnos, sin embargo, encaran dicha representación con mayor madurez y sosiego, incluso con cierta pesadumbre. Especialmente el hijo de la protagonista. Quizá porque tras la muerte de su padre comprende la obra, deja de ser un juego para él. Al comienzo de la película, vemos como intenta que su hermana se duerma cantándole, más bien susurrándole, Moon river, la canción que Audrey Hepburn popularizó en Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961). Su madre, que espera tras la puerta, también parece encontrar reparo por unos instantes. Es por tanto el hijo quien ejerce los cuidados en la familia, ante una hermana demasiado pequeña y una madre desamparada.
En esta última escena queda patente de nuevo la brillante utilización de la música por parte de Schanelec. Si en el caso de Let’s Dance esta aparecía de manera extradiegética, con Moon river lo hace integrada en la propia historia. Es lo más habitual en sus películas, ver a los personajes interpretar determinados temas, normalmente de gran popularidad, para conocerles a través de la tonalidad con la que cantan o la versión que seleccionan. Sucedía con The lion sleeps tonight en The Dreamed Path (2016) o con Mein Freund der Baum y La mer en Marseille (2004).
Los extractos musicales se adecúan al personalísimo estilo de narración de la directora. No hay una continuidad en el relato, solo girones del mismo, versos sueltos que permiten conocer el estado emocional de los seres humanos que habitan sus películas. Su relación con el tiempo, el espacio y el resto de personas con las que deben convivir. Orly (2010) es su película más accesible porque manifiesta en todo momento su condición de obra coral, con una serie de personajes que desde un inicio sabemos que solo comparten un punto de encuentro: el aeropuerto.
La historia de duelo que vertebra esta película convive sin embargo con la referida representación infantil de Hamlet, o con la relación de uno de los profesores con su pareja, rota por una persistente incomunicación. El cine de Schanelec se despliega como una playlist múltiple y simultánea con varias pistas de audio a distintos volúmenes. Como un festival en el que un enorme concierto, actuaciones menos multitudinarias y todo tipo de vivencias personales coinciden a la misma hora y en el mismo lugar.